sábado, 2 de agosto de 2014

Luz De Neón.

Luz de neón.


Su mirada me congeló la primera vez que la vi, paralizado por ese juzgar silencioso.

Mientras yo me sentaba allí, libro en mano, me escondía de su soslayo detrás de mi taza de café.

La había visto antes, deambulando por los pasillos, caminando por las calles con su belleza que hacía verla detenidamente con disimulo.

Ella sabía del poder de su apariencia, mientras los hombres quedaban el shock si sentían su más mínimo rozamiento de brazos, mientras que las mujeres la observaban con envidia y admiración.

Ella se reía de todo eso, a sus espaldas, todo le parecía ironía del vivir.

Nunca la vi intercambiando más de dos palabras con alguien, se iba sin ni siquiera despedirse o decir gracias.

Pero, por alguna razón, me miraba a mí.

Por supuesto, nunca creí que estuviera realmente viendo. Volteé la cabeza hacia atrás, comprobando si había alguien más digno que yo a desafiar su campo de visión.

Nada, habían personas metidas en sus libros, enciclopedias. Parejas que solo tenían ojos para sí, noté que mayoría de los hombres (y algunas mujeres) la miraban de reojo sin que sus pares se dieran cuenta.

Volví a enfocar mis ojos hacia delante, su mirada clavada en mí, como si yo fuera una joya tras un vidrio.

Al ver que estaba tratando de comprobar que no lo hacía, se empezó a reír. Su sonrisa tan cautivante, esos labios pintados que parecían hechizados.

Se paró de su silla, y camino hacia a mí, sus movimientos con tanta gracia y desenvoltura como los de un gato. Mientras sus pasos se acercaban, mientras el repique de sus botas de tacón sonaba contra el pavimento, se formó un enredo masivo de nervios en mi garganta, pensé que me había quedado mudo, que me ahogaba con mi lengua.

Su porte de cristal y esa piel blanca que hubiera sido el descubrimiento total para un dermatólogo. Ese cabello negro que le caía en la frente, oscuro como un vacío, brillaba con el sol. Esos ojos que parecían quebrar al que mirara con furia. A mí me miraba con interés, y escepticismo.

Tomo asiento a mi lado mientras las hojas de los arboles nos proporcionaron sabanas de sombras.

En un saludo cordial, presentándose a sí misma, trate de no asfixiarme con mis nervios al solo oler su perfume, logré mantener la compostura, permaneciendo en un disimulo.

En lo que parecieron solo minutos, fueron seis horas desde las 9 A.M, en las cuales caminamos sin rumbo por el parque, cafeterías y librerías de la ciudad, tratando tópicos de extrema importancia a una simple pequeñez como “qué lapicero es mejor para escribir”.

Con el paso del tiempo, pareciera que nos hubiéramos conocido de toda la vida.

Y creo que sí nos conocíamos desde siempre.

Al cabo de una hora de nuestra travesía, me había tomado del brazo, sus dedos afilados con sus uñas pintadas de negro se sentían tibios al tacto.

 Me iba contando sus pasadas parejas con cierto aburrimiento. Como los encontró tan tediosos como chicle en la suela de un zapato. Traté de no profundizar mucho en esto, temí que se aburriera de mí también.

-Descuida. Nunca me hubiera acercado a ti si supiera de antemano que vas a ser un fastidio. Y mayoría de las veces lo presiento. – Me dijo, como si lo hubiera dicho en voz alta. Dudé si lo había dicho en realidad.

De una manera u otra, terminamos en mi departamento, el sol de la tarde seguía tan brillante y molesto, debajo de un techo en la luz tenue, ella se veía más hermosa que en el exterior.

Tomo uno de mis discos y lo puso en el reproductor que había comprado hace dos años a un amigo. Al ritmo de la música empezó a acercarse a mí. Tomando mis manos fundió sus labios con los míos, acercando su torso, envolviéndome con su mirada gatuna.

Yacíamos en la cama cuando las primeras luces nocturnas se encendieron, ella recostada sobre mi pecho, no estaba dormida, solo miraba al vacío como yo. Me pareció que sonreía.

-Aún no me has dicho que pensabas de mí cuando me observabas en la mañana. – Dije, rompiendo el silencio.

Lo pensó por un momento, y en suspiros me respondió.

-Estaba pensando si eras aburrido, si tal vez quedarías como todos los demás, paralizados por mi belleza, incapaces de dejarme, adheridos a mí. Honestamente, me acerqué por curiosidad.

-¿Y?

-Nunca me había equivocado tanto al juzgar a alguien.

Me desperté a medianoche, los anuncios de neón despuntaban por las persianas. Aletargado, restregué mis manos por el colchón.

Ella no estaba.

Busqué la casa, no había rastros de ella, sus ropas desaparecidas. En la mesa de la cocina, algo brillaba. Era uno de sus zarcillos.

Abatido, volví a la cama, había pasado casi todo un día con esta mujer y nunca se me ocurrió pedirle su número, o preguntarle donde vivía. Me sentí idiota, teniendo que imaginarla como una ilusión para mi recordar en mis días de soledad.

Mi única prueba de que había sido real era el zarcillo de plata que tenía en mano. No pegué ojo esa noche, ni la próxima.
Sentado en una librería, una taza de café negro en mi mano humeaba.

El segundo libro que había leído en dos meses abierto de par en par en la mesa para dos con uno. Era la tercera vez que lo leía.

Música que resonaba en mis oídos, a través de las bocinas de mis audífonos negros. El resonar de las cuerdas de una guitarra en armonía con la voz que decía “Oh, ¿qué ha pasado…?” con melancolía.

Al pararme de la silla, libro en mano, me dirigí a la puerta de vidrio cuando en el reflejo advertí una mirada.

Mila me miraba, escondiéndose en su taza de café, sus uñas repintadas de negro, sus ojos envueltos en sombra de maquillajes proyectaban un verde brillo en sus pupilas.

Me había tomado cuatro semanas olvidar un día. Y ese día estaba sentado a menos de veinte metros de mí. Tenía cosas que hacer, pero me acerqué a la mesa, terco e idiota desde pequeño.

-Me parece que esto es tuyo. – Dije, mientras sacaba mi amuleto de la suerte, un zarcillo plateado.

Mila hizo una mueca de sorpresa que me alegró todo el día. Me cogió del brazo, y salimos juntos de la librería, su café a medias en la mesa.

Tal vez estábamos destinados a vivir noches, su brazo tomando el mío. Tal vez estábamos destinados a encontrarnos por miradas de anhelo.


Pero al salir de esa librería, solo estaba feliz de que su mirada esmeralda se fijara solo en mí. 

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