domingo, 17 de abril de 2016

CRIMENES II (3/3) [FINAL]

[Unas debidas gracias a las que me animaron a terminar esto. Considerando que son mejores que yo escribiendo, tenía que terminar para alcanzarlas.]

 (1/3)  (2/3)

Robos (3/3)

Samsara.

Es interesante cómo los recuerdos pueden ser tan fuertes de un momento a otro.  Cómo pueden pesarte como si llevaras un edificio sobre la espalda. Cómo hacen que las lágrimas te opriman el pecho sin que puedas respirar. Cómo sientes que mientras se vuelven más intensos, te quedas paralizada y aprietas tanto los dientes que podrían quebrarse en mil pedazos.

Tengo mi cuchillo en la mano y estoy agachada en una esquina tratando de no sollozar para que no me escuchen a pesar de todo el ruido en la habitación al fondo del pasillo. A pesar de..., los otros gritos.

Pero la sensación de su roce se ha vuelto tan intensa en mis sentidos que mi corazón no deja de correr a un millón por hora.

No, nunca superé a Sara, ¿vale?

Recuerdo la primera semana en el lugar de Creed. Su apartamento por más bonito que fuera, no era a prueba de sonido. De vez en cuando, él salía a hacer encargos y me quedaba a cargo de la limpieza y quizá la comida si él sabía que llegaría temprano (lo que no pasaba a menudo). Un día de esa semana me desperté por unos golpes en la pared y sollozos. Recuerdo pensar que fue un sueño hasta el cuarto golpe. Eran las cuatro y se lo comenté a Creed mientras se vestía.

—Hay golpes en la pared, papá.

—¿Hmm? ¿Tan temprano? Debió de haber llegado borracho.

—¿Quién?

— Mel. Es nuestro asqueroso vecino, con su adorable hija Sara. Bueno, quién sabe si es su hija.

—¿Por qué hacen ruido?

—Mejor que no lo sepas.

Lo dejé hasta que me encontré con esa niñita una vez bajando los pasillos. Sentada en la escalera, me escuchó llegar y volteó con una nariz rota y unos ojos irritados de tanto llorar.

—¿Qué te pasó? — le pregunté

—Vete, no me mires.

Me senté y enseguida se puso a llorar encima de un vestido que Creed me compró.

Mel me amenazó una vez que me vio con ella. Casi me pega hasta que aspiró ese olor metálico que venía subiendo y que me llamaba a mí. Después de eso solo nos observaba mientras jugábamos. Pasaron los años y un día regresé de entrenamiento y Sara ni siquiera me dejó entrar sino que me agarró por el brazo hacía el parque al que siempre íbamos. Sus lágrimas cayendo en mi brazo. Nos sentamos y empezó a temblar, con morados recientes.

—No pude más, L. Los golpes, las quemaduras. No puedes saber cómo es.

—Tranquila. ¿Estarás bien? ¿Puedo darte algo?

Ni me di cuenta que se me acercó lo suficiente. Su boca sabía algo a sangre, pero venía esperando ese beso desde el inicio de la pubertad. Tenía 16 y aún recuerdo el sabor de su labial. Y debí sospechar.

No sabía que iba a ser el primero y último. Hasta hoy.

Mel fue encontrado con una jeringa en su brazo. Con solo aire. No sé si lo vino planeando o fue puro impulso. No nos interrogaron y Creed tampoco me dejó salir cuando estaban. Oía como embolsaban todo y hablaban de ella como un...

No. Sin vueltas en reversa.

Me empiezo a mover a regañadientes. Pegada a la pared. Uno da vuelta en el cruce del pasillo y casi pierdo el cuello por un milímetro. El otro va a gritar y le doy un puñetazo en la garganta, cortando la salida de ayuda. Se desliza por la pared al suelo mientras desencajo el cuchillo del cuello del otro y me agacho frente a él.

—Cuántos afuera, cuántos adentro. - le exigí.

—Chupamelo, puta. — dijo con espuma en las comisuras.

—Claro, pero con el cuchillo en la mano no aguanto la tentación de cortar. — le dije mientras se le aguaban los ojos siguiendo al balanceo del cuchillo.

— Dos esnifando líneas al fondo. Durant en la habitación con las chicas y — sacó la radio encendida del bolsillo — las docenas que vienen subiendo.

—¡Hijo de puta!

Le abrí el cuello en un parpadeo. Tomé la metralleta del otro y corrí al fondo matando a los cocainómanos. Puse la mesa que usaban de lado justo cuando me corto las puntas del cabello una bala. Empecé a disparar a ciegas, escuchando algunos gritos y pesos muertos que caían. Preferí no mirar cuando la maldita arma se empezó a trabar. No tuve tiempo para pensar cuando una bala me rozó el brazo y dio en la puerta.

Fue cuando las luces se apagaron por completo.

Un zumbido fuerte tomó lugar por tres segundos y oí llegar a alguien grande por el pasillo que yo llegué. Un intercomunicador se encendió en algún lugar y de él salió una voz excitada. Y muy, muy encabronada.

— Les dije que no quería ser molestado esta noche. Les di tres pisos completos para que jodieran lo que tenían que joder y así me pagan. Con un ruido que asusta a mis chicas y una puerta con un balazo.

—¡Pero jefe hay un mercenario...!— reconocí la voz de Rafael casi llorando.

—Me importa una mierda.

Los disparos pesados fueron cerca de 50 y de un rifle de alto calibre. No pasaron ni 15 segundos cuando se había acabado y el responsable se devolvió por donde llegó.

Las luces se encendieron y ese intenso olor a muerte visceral me hizo vomitar. Ese olor a órganos y piel quemada. Si había algo que quería evitar, era ese calibre.

Traté de mantener las arcadas silenciosas, pero supe que no funcionó cuando oí la puerta abrirse. Y un mastodonte con barba de Gandalf me agarra por la cintura, estrujando mis riñones y me echó a su hombro como una muñeca. Se aseguró de topar mi cabeza con una pared lo suficientemente fuerte para que perdiera el conocimiento.
Luego, pantalla azul.

No sé cómo, pero yo sueño mejor estando inconsciente.

La escena es cuando leí la noticia de que una prostituta con la descripción exacta de Sara fue asesinada a puñaladas mientras dormía. Entonces bajo el periódico y estoy en su habitación: con Mel muerto y podrido en una silla; las paredes salpicadas y la cama empapada de sangre. Y ella aún acostada en ella. Desnuda. Una voz árida comienza a decir algo y siento como me asfixio.

—Nunca valiste nada, maldito estorbo. — Mel repite las palabras que la mujer del orfanato en su sobriedad solía decirme.

Una niña pequeña con un vestidito se empieza a montar en la cama y abraza al cadáver de Sara. Reconozco mi vestido y no puedo recordar nada más que oscuridad.

No sé a qué hora me despierto, pero sorprendentemente siento ropa en mi cuerpo. Aunque no recuerdo haber traído un uniforme de colegiala japonesa para este encargo. Una luz me ciega y me vuelven a levantar. Aún sigo ida y solo siento como me lanzan a un lecho. Él muy perro me metió algo y no puedo pensar con los zumbidos y el olor a perfume de chiquilla.

—Ahora, Megumi. Me dicen tus compañeras que has estado evitando las clases por un chico, ¿es eso cierto? —oigo una voz casi de adolescente en un tono casi pediátrico.

—¿Me...gumi? ¿Qué mier...?— Trato de voltear mi cabeza y veo borrones de otras chicas sentadas en el suelo con el uniforme o al menos jirones del mismo.

El tipo se me echa encima y siento su intenso respirar. Deduzco que es el tal Durant, o mi profesor, en este escenario. Empieza a rozarme los pechos casi como si tuviera miedo.

—Megumi, vamos. Sabes que puedes confiar en mí. No es raro que una chica tan hermosa como tú tenga un novio. Pero eres demasiado joven para entender de amor. Eres solamente una lolita.

Cuando se acerca lo suficiente le muerdo el cuello y oigo al menos tres seguros de pistola abrirse al unísono.

— ¡No! ¡Bajenlas o les reviento la cabeza! — Me da una cachetada que me llena la boca de sangre. — ¿Te gusta duro, maldita? Porque yo ya lo tengo así.

Tenia que pensar rápido. Un tiro en la cabeza o una violacion. Igual no podría seguir viviendo con ninguna así que me arriesgué. Cuando sacó su mínima salchicha, lo agarré por los testículos y lo mantuve por el cuello. Sudaba frío como una nevera y no podía distinguir los cañones apuntándome.

— ...o bajan las armas...o-o le reviento las bolas...

—¡Arrgh! ¡Bajenlas! — Empecé a sentarme en la cama y poco a poco recuperaba visión para darme cuenta que las que me apuntaban eran mujeres con el rímel corrido de tanto llorar.

—Dejalo... Por favor... Nos va a matar...— dijo la morena de las tres.

—¿...a qué...le temen...?— aún me costaba respirar y más hablar.

— A Jabal. —respondió Durant. Sonó un doble pitido y el barbudo de antes llegó de la nada.

Me tomó por el pelo y me puso contra el suelo. Sus manos rasposas causan fractura en mi tráquea y empiezo a perder la visión. Trato de soltarme pero sus brazos son firmes.

Siento que me empiezo a rendir y mi vida pasa por mis ojos. Cómo la niña pérdida muere a manos de un monstruo de la noche, sin nadie a quien llamar, sin nadie que la salve. Sólo veo los ojos sin emoción del mastodonte y ya no hay nadie más.

...
...

Layla.

Layla. Levantate.

Por mí.

Por nosotras.

—...ssahh...— balbuceo algo entre la saliva.

Lo agarré por esa estúpida maraña de pelo y le estrellé la cabeza con la mía. Por suerte yo soy más testaruda que él y lo siento ceder. Se echa un poco para atrás y le doy con el interior de la palma en toda la nariz. Empieza a toser. Justo le corté la respiración. Lo echo a un lado y empiezo a estrangularlo hasta que los ojos se van en blanco. Aprieto la mandíbula al punto que me da calambres.

Me apoyo sobre mi pierna y me paro tambaleándome. Las miradas aterradas de las chicas hacen enfoque en la enrojecida de Durant. Está que arde de rabia. Y en el rabillo del ojo veo las cintas en un armario, apiladas.

Le sonrió con lo que me imagino era una boca ensangrentada, empieza a gritar y embiste en mi dirección. Me da de lleno y caemos al suelo de nuevo. Empieza a golpearme y me agarra por el cuello también.

—¡Maldita puta, mataste a mi hermano!

—Ya decía yo... — le agarró la cara con cuidado de no estar cerca de los dientes y empiezo a presionar los ojos. Al segundo alarido; pop uno, pop dos.

Lo echo a un lado, corro por las cintas, las meto en un amarre de las sábanas y me volteó para ver que las chicas ya salieron corriendo como ratones. Me veo en el espejo magullada y vestida de octavo grado. Esto va a ser raro de ver en una moto. 

Y oigo los pasos del tipo del rifle. Y sólo hay una puerta. Y se me ocurre una manera de acabar con las cintas. Me escondo tras el marco de la puerta y tenso los músculos.

Le doy de lleno en la cara con la bolsa de cintas. Empieza a maldecir y lo tomo del brazo para darme cuenta que el rifle es simplemente un Galil ACE y el tipo tiene buena puntería. Pero yo también. Lo dirijo a disparar a las cintas en el suelo. Todas. Como cuatro fogonazos por 12 cintas. La culata del arma casi vacía le da en el cuello y cae desmayado. Todavía me falta uno.

—Ven Durant. Veamos el amanecer desde la ventana.

— ¡No, por favor! ¡Te pagaré! ¡Me perderé, haré lo que sea!

—Me importa una mierda.
Lo pongo de espaldas al balcón y apunto el rifle a la frente grasosa con un brazo.

—Matame. Pero no puedes devolver las vidas y las inociencias que me robé. Hoy y para siempre. Hoy te robé a ti también.

—Oh, creeme, bebé. Lo sé. Pero yo perdí hace mucho ya.— Y pulso con los ojos cerrados para esperar la larga caída abajo.

El resto se lo pueden imaginar. Saqué a los invitados y al staff a tiros. No quedaban guardias a la vista y me conseguí un paquete de cigarros en la cocina. Prendí uno mientras caminaba a mi moto con el disfraz de Sailor Moon pelirroja. La ciudad ha visto cosas más raras.

Veo una silueta al llegar a la moto y es la chica que me salvó antes con ropas normales. A la luz de la mañana, no se parece tanto a Sara. Me mira algo sorprendida y baja la cabeza.

—Deberías ver al otro. — Le digo, exhalando humo.

Veo su sonrisa y considero que es bastante linda en realidad. Toma aire y empieza a hablar.

—En la casa de la Madonna hay una pared donde hay fotos de todas las chicas que han fallecido. Hay una en el centro muy bonita con un seudónimo que me pareció algo extraño para nuestro trabajo. Sara "Layla" Cruz. ¿Te suena?

Se me hace un nudo en la garganta. Y no puedo evitar reírme por primera vez entre las lágrimas. Cómo lo hacía con ella.

Agarro a la chica por la mano y le doy mi casco. Enciendo la moto y se aferra a mí por detrás. Mientras cruzo el callejón, aprecio el calor de sus manos.

Y a veces pienso que no hay más objetivo en como vivimos. De cómo nos repetimos día a día. Renacer todas las mañanas y morir todas las noches.

Solamente robarle a la vida lo que te ha quitado.

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