sábado, 14 de marzo de 2015

Drive

Las gotas caen sobre el parabrisas, limpiar el agua es totalmente inútil. 

Es noche cerrada, tienes sueño y te mueres por ir a tu  cama. A cualquier cama. Mierda, solo quieres acostarte, aún si es en el asfalto mojado. El letargo te asfixia. 

Puedes ver como tus alrededores se mueven con el auto y pareciera que se diluyeran con la lluvia. 

Pero no puedes parar. Tú sabes porqué. 

Das giros entre calles y calles en lo que es un laberinto de concreto y edificios. Los neumáticos deslizándose peligrosamente con cada curva. Tus dedos tensandose sobre el volante. Tú pie en el acelerador, mientras das pisotones en el freno con cada giro. 

El motor ruge sin detenerse. Pones más presión al acelerador.

Ahora corres a gran velocidad por la medianoche. No hay ser que detenga; una sonrisa atraviesa tu rostro. Una sonrisa que si alguien la viera, sabría que eres malas noticias. 

Un semáforo parpadea con indiferencia mientras tu solo le dedicas un milisegundo de atención. 

El milisegundo que necesitas para casi destrozar el pedal del freno de un pisotón cuando ves al otro auto salir de ningún lado. 

Su ráfaga de viento roza tu parachoques, sientes como si la muerte te rozara el cuello con sus fríos dedos. 

Cierras los ojos fuertemente, hueles la goma quemada con la fricción repentina y oyes el estruendoso pitido del otro auto.

El corazón te corre a cien mil por hora. Y agradeces. 

No porque el choque no te hubiera destruido el carro. 

Y tampoco porque lograste parar en el momento exacto. 

Agradeces porque no hubiese nadie para verlo mas que tú y el otro conductor. 

Sigues conduciendo y la lluvia sigue tratando de partir el parabrisas. 

Sientes frío. Sientes como el aire acondicionado que pusiste para que no se empañaran los vidrios te empieza a morder la piel. Te empieza a clavar los colmillos en los huesos, y empiezas a temblar, no por el frío.

Porque estás tan cerca. Porque ya puedes saborear tu victoria, como te saliste con la tuya por una vez. Como has manejado todo y ya por fin descansarás.

Pero ves una luz en el retrovisor.

No es amarilla como las de cualquier faro. 

No es de neón como las de cualquier idiota haciendo carreras nocturnas. 

Es azul con rojo. Y con un sonido que te hace trizas la calma.

Debes detenerte y dejar que se acerque. A lo mejor no es contigo. A lo mejor solo te pasará y ya. 

Pero no puedes arriesgarte más. Aceleras y la aguja del medidor empieza a temblar mientras apunta a la derecha. 

Ves como le vas perdiendo, y tomas un giro inesperado. Y otro. Y otro. 

Se ha ido y ni siquiera ha sabido que ha pasado. Ganaste.

Y de alguna manera también llegaste a dónde querías llegar.

Ya no hay lluvia, solo un vacío de aire limpio. 

Ya todo es niebla y no ves nada pero sigues aparcado. 

Sacas las llaves de la ignición. Y la mano te tiembla mientras abres la puerta. 

Mueves el llavero y sacas la llave del cofre de la parte de atrás del auto. 

La introduces con temerosidad y levantas la puerta. 

Ahí está ella justo como la dejaste. En silencio. Dormida, oliendo un trapo con cloroformo. Atada de manos y piernas. 

Ves como su belleza aún rezuma estando desmayada. Como las marcas de las cuerdas se marcan escarlatas en su piel de cristal. Como sus ojos cerrados yacen con placer. Como sus labios forman una línea rosa ondulada. 

Te agachas y la besas en los labios que serán por última vez,  tuyos nada más.

Vuelves al carro con unos movimientos roboticos y desde tu punto de aparcamiento calculas la distancia hasta el lago. 

Te relajas como nunca antes y sientes una tranquilidad parecida a la de un monje. 

Cierras los ojos y las lágrimas bajan de tus ojos mientras pisas por última vez el pedal. 

No hay motor rugiendo. 

No hay ruedas corriendo, que quedan en suspenso. 

No hay parachoques que se lanza frontalmente al agua. 

Solo estás tú. 

Y por fin, estás en calma mientras el oxígeno se acaba.