De niño, soñaba que era una
estrella perdida.
Caído del cielo nocturno en un
cometa, al duro pavimento de la realidad.
En donde todo parece gris, y sin
muchas esperanzas.
La tierra, que era un lugar que
existe y permanece por mera coincidencia.
Donde un fantasma en la maquina
como yo sobrevivía, en los días duros de lluvia y la más aun palpable sequía.
Era una estrella, que escuchaba
las historias que las paredes y el suelo tenían que contar, casi gritar, porque
habían entendido el sufrimiento de ver la vida pasar por delante.
A veces dibujaban los humos de
amores apagados, que una vez ardieron como el sol en la negrura del vasto
espacio.
O cantaban las canciones de
hombres con una misión, perdidos en la determinación de un chasquido de
pistola.
Solían también relatarme cuentos de
otras estrellas perdidas, y la estela especial que desprendían y que nadie más
parecía notar.
Tal vez porque la realidad era
demasiado abrumadora. Porque quizás todos se llenan de historias que no son las
suyas para tener un medio de escapatoria.
Envejecí fuera del espacio,
tratando de no perder mi brillo original. Pero este con cada año se opacaba
más.
Aprendí a no dejarme morir por
dentro, de ver aquellos colores que todos podían ver pero nadie se paraba a
contemplar.
Escuchaba la música de las
emociones, como otras estrellas brillaban con raros fulgores, con prismas que
jamás llegué a imaginar más allá de mi sentidos.
Pero al mismo tiempo, todos
parecían quedarse atrás y convertirse en rumores de lo que una vez eran. Y yo
con ellos.
Me preguntaba si allá en el espacio
todos nos iluminábamos de maneras diferentes, mostrando lo que en realidad
somos.
Antes de envejecer demasiado, me
dijeron que las estrellas y también los humanos terminábamos muriendo. No fue
mucho hasta que vi que era otra fuerte lección de la vida.
Que todos perdíamos
nuestra cosa especial en algún momento y desaparecíamos en el silencio que hay
en el tic-tac.
Ese pensamiento se ha quedado
conmigo hasta hoy. Que en lo fugaz de un viaje por campos verdes, en el abrazo
de esa persona donde conseguías calor o en el sonido insignificante de estas
letras siendo escritas… Todo podía terminar y no lo sabrías.
Nadie sabe que hay detrás de esa
puerta que pintan de color negruzco, a la que llaman muerte. O al menos nadie
se atreve hablar de ello.
A este momento, donde los granos
de un reloj de arena corren por mi sangre, no sé qué pensar.
Pero me gusta creer que cuando
termine desapareciendo, seré un destello en el espacio de nuevo. Que mi brillo
perdurará por otras vidas y otras estrellas caídas me verán, a millones de años
luz de distancia.
De niño, soñaba que era una
estrella perdida.
Me dedicaba a imaginar despierto
con un cristal entre mis dedos. Al ver al fuego crepitar con chispas en el
silencio.
Que podía tomar el sol en mis
manos y sentir la noche en sus frías caricias.
Arroparme en los mantos azules
del cielo y sumergirme en los reflejos que hace el mar.
No es imposible. Que nada lo será
mientras lo crea, como creo en las estelas que dejan las auras humanas.
Como creo en los corazones
estelares, y la magia escondida. En las risas grabadas en las fotografías, y en
las lagrimas de una historia sin contar.
Todas las estrellas tenemos una
historia o más, en nuestras cicatrices que ya casi se desvanecen.
Esta es la mía.
La de la luz de un cometa que
falla en la oscuridad.