viernes, 29 de agosto de 2014

Botellas de alquitrán II (Ráfagas de viento)

Ráfagas de viento. Coletazos del mundo, juegan con nosotros, se llevan fantasías volubles, encapsuladas en un globo. Adheridas a un cometa de papel.

Pavimento. Depósito de huellas del paso del tiempo. Ha visto tanto, ha visto tan poco. Firme en su lugar, cede al indicado.

Dama de azul. Se mueve a la luz del sol, fugaz, solo un espejismo. Aparece en la noche entrada, llamada por un cigarrillo. Tiende a hacer largas las conversaciones.

Noche en las ventanas. Tú que te proyectas en el reflejo del mar, exhalas suspiros de viento salado. Una mujer te lee, se lee a sí misma.

Luna. Siempre estás allí, nunca te necesito, pero tu presencia me alegra. No me sigas, no tengo nada interesante que ofrecer. Obligada a ser testigo del show de títeres humanos.

Camisas blancas. Un lienzo de manchas por llegar, no esconden nada. Nos vestimos de ti para poner al descubierto nuestras confidencias.

Líneas telefónicas. Una mala noticia se roza con una buena, yendo a sentidos contrarios. Amantes que comunican anhelos por este medio, la paloma mensajera reposa en ellos, satisfecha.

Cielos violetas. La noche se acerca, solo una imagen más de tu belleza, sol. Tan incierto y tan fugaz, haces tus pinturas con las nubes. Hermoso.

Café. Líquidos de nuestro reflejo. No sabemos cómo una sustancia tan amarga nos hace tan eficaces y a gusto. Cuando niños te repugnamos. Las tendencias desaparecen con el tiempo.

Ráfagas de viento. Ecos fríos que nos hacen recapacitar. A dónde vamos, quiénes somos. No nos dan la repuesta que queremos. “¿Qué es lo que buscamos?”

Escritos. Letras que sangran de mis dedos en un teclado polvoriento. Ideas que se materializan para mí conformidad, pero a la gente parece gustarle. No lo haría por ellos.

Relámpagos. Ráfagas de viento más potentes. Admirables, hasta solo tomar su ejemplo resulta honorable. Estos destellos me hacen querer seguir. Quiero definirme cómo ellos, pero no siendo ellos.

Sueño. Una ilusión, un espejismo, la mirada veloz a un mundo alterno que queda en el olvido a los veinte minutos. Ya he tenido este antes.

Estrella de la noche. Eclipsada por todas las luces, brillas sin problema. Podrías estar muerta sin saberlo. Unes a almas cuyo destino no está escrito en los registros del tiempo.

Ventanas de automóvil. Paisajes que se mueven a un ritmo constante, colores que danzan y se desvanecen a la distancia. Una gota de lluvia baja por el vidrio, por mi reflejo.

Dama de azul. Siempre estás ahí cuando tengo un secreto. Te interesa, te fascina, siempre me dices lo que tengo que oír, así no quiera. Desapareces sin que lo sepa, nadie se compara a ti.

Agua. Mi gemelo me mira desde el charco, me sonríe. No trama nada bueno, pero lo ignoro. No me genera curiosidad, lo piso y sigo caminando.

Pastillas. Mitigan mi dolor físico. Atenúan mi sanidad. Son un respiro de aire fresco en el humo de los escombros.

Edificios. Obras del hombre que se levantan en el vacío. Caerán, ya lo han hecho. Un día de abajo a arriba.

Serenidad. Entrar a una sala vacía, dejarme caer en el sillón, me hago pensar. Solo he comenzado. Solo el silencio toma testimonio de cómo me hace feliz su presencia.

Luz. Qué sería de nosotros sin ti, ahuyentas la muerte. Artificialmente, siendo blanca, me resultas grotesca. Pero estaré bien.

Luz de neón. Un anuncio viejo brilla en la negrura. Se proyecta hasta una habitación que ha llevado el vacío de alguien por mucho, le está empezando a pesar.

Papeles. Se amontonan en pilas blancas no necesarias. A veces desearía expresarme en un árbol. Dejarnos ser en nuestra forma original.

Desvarío. Palabras sin sentido que derramo sobre una pantalla en blanco. Algo estoy tratando de esconder, lo sé. ¿Pero qué?

Películas. Rollos inmortales que se aparecen en un muro. Hay historias en ellos, algunas tan profundas como ridículas. Los aplausos son sus favoritos.

Inspiración. Apareces cuando no me concentro en ti, miro a la nada involuntariamente. Siempre me hipnotizas. Déjame en paz.  

Lagrimas. Tibias, llenas de dolor existencial. Lo más humano que existe. No he derramado ni una. La dama de azul le regala una a un niño desamparado.

Escondites. Todos te buscamos, todos tenemos uno en lo más profundo de nuestro existir. No nos encuentren, pronto saldremos, pero no ahora.

Deseo. Carnal, fantástico, material. Si se cumplen, hay que apreciarlos, porque desaparecen más rápido de lo que podamos soportarlo.

Notas de un piano. El negro que pinta líneas en el blanco, les gusta sonar en una habitación vacía. Sin nadie que pueda escuchar. Algunos los descifran.

Mares. Guardan secretos de proporciones bíblicas. El sentido a la vida misma tal vez, por eso deben de ser tan profundos. Alguien los ocultó por una razón.

Alcohol. Te buscan para el olvido cuando todos conocen tu capacidad para hacer recordar. Nos desahogas de nuestros pesares. Pero el efecto es muy fugaz y dañino.

Tristeza. Apareces más frecuentemente ahora. Me siento a gusto contigo, aunque se supone que no debería. No me importa, eres más elegante que cualquier prenda.

Dios. El ser etéreo que puede o no existir. El debate eterno. Yo solo necesito algo en qué creer, y prefiero no profundizar en un ser tan complejo, solo existes, estás allí.

Obscuridad. Te amo, me dejas estar solo. No me juzgas, no me hablas. Solo callas. La carencia de luz y sentido es mi favorita.

Tiempo. Números sin sentido que pasan. Más lentos cuando no hay nadie, distante primero y luego nada.

Origen. El punto que inicia la traza de vidas que se enredan en un campo, pero tienen un final. A la cumbre de la montaña. En la superficie del agua.

Gatos negros. Curiosidad personificada. Tienden a ser tan tediosos cómo hermoso y misteriosos. Harían un papel de asesino perfecto.

Vacío. En mi pecho, reposa en forma de bala. Debería haber respuestas, y las hay. Solo que no quiero reconocerlas. Todo a su debido tiempo. 

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Este escrito fue basado en Relámpagos, por Mauricio Montiel Figueiras. [Escrito original.]

sábado, 16 de agosto de 2014

Inhospito.

Me siento aquí, un vaso plástico de café que se ha enfriado reposa en mis manos. Un cigarrillo encendido entre mis dedos va apagándose lentamente, dejando un rastro de humo. Luces blancas se ciernen sobre mí, me rodean paredes de baldosas grotescamente blancas, un olor a cloro y lejía llena el pasillo del hospital. Esta vista y olor me dan ganas de llenar mi uniforme de café, nicotina y bilis vía oral.

Una camilla ocupada por un cuerpo femenino pasa delante de mí, cubierta por una sábana blanca, es llevada por enfermeros sin cara ni nombre que me interesen. Solo me interesa el cadáver.

Tal vez te han dicho alguna vez que la carrera de medicina es una de las más remuneradas de lucro y también de las más respetables. Si lo crees, te entiendo, porque yo solía ser así en primaria y secundaria, mirando con emoción a un futuro médico que podría ser.

Si piensas así, déjame decirte que estás totalmente equivocado.

Ser doctor tal vez sea uno de los trabajos que generan más dinero, (puedo confirmarlo) pero de todos, es el trabajo más sucio que hay.

¿Por qué? La idea de este trabajo es ayudar personas con problemas, curar enfermedades. En pocas palabras, salvar vidas. Pero eventualmente, una se te escapará y te ganará la muerte.

Aquí en adelante no hay vuelta atrás. Algunos no pueden soportar su primera muerte y terminan desapareciendo de la faz de la tierra o simplemente se suicidan; la soga es el método favorito.

Pero algunos nos quedamos, demasiado cobardes y tercos como para huir de este infierno. Estamos obligados a mantener una cara amigable y la frente en alto, el peso de los cuerpos y la conciencia jorobándonos cada vez más.

Aún recuerdo mi primera muerte, una madre soltera de unas gemelas; ya eran mayores de edad. La madre 
tenía fluidos en los pulmones y me tocó llevar mi tercera cirugía con ella. Sus hijas venían a visitarla casi todos los días, trayendo tulipanes, que eran sus flores favoritas. Cada vez que venían se acercaban a mí, con preocupación.
-          Doctor, ¿mamá estará bien? – preguntaban.
-          Estoy seguro de que sí – les mentía, la incertidumbre me carcomía por dentro.
Recuerdo como me miro por última vez, sus ojos declaraban confianza en mis manos. Nadie debería confiar en mí, jamás.
Después de ver a sus hijas abrazadas en lágrimas, sus voces quebradas, y sus gemidos estruendosos resonaban por la sala de espera, fue cuando le vi por primera vez.

Me había quedado en mi auto sin poder introducir la llave, me temblaban las manos y el estacionamiento estaba solo iluminado por faroles débiles Una figura encapuchada en una capa negra azabache me miraba sin poderle devolver la mirada, estaba tan oscuro que no pude ver su cara. Supuse que era una enfermera o un familiar y arranqué de ese lugar a toda velocidad. Estaba aterrado y mi piel estaba fría.

Cuando llegué a casa mi esposa estaba en la sala, leyendo un libro con parsimonia, cuando entré por la puerta me miro con una mirada de compasión y luego de sorpresa, al ver mi estado.
Le conté todo excepto lo de la figura, no quería que se preocupara.

Cuando tenía doce mi madre había muerto de un derrame cerebral, no es que fuéramos muy unidos, pero me impactó bastante a través de la secundaria, terminé en el cuidado de mi padre y de su nueva esposa, siempre trató de actuar como mi madre; se lo agradecí.

A los veinticuatro, mi padre estaba saliendo del trabajo cuando tuvo un accidente de trafico con un ebrio que nunca se supo quién era, había muerto por heridas internas y un trauma en el cráneo cuando golpeo el parabrisas, quebrándolo.  Mi madrastra nunca pudo con el luto y terminó por ser ingresada en un instituto mental ya que se cortaba las muñecas y tenía registros de compra de armas de fuego que fueron confiscadas por la policía, además de un rápido decaimiento de salud mental según sus amigos y familiares; se decía que hablaba con papá cuando nadie la veía y repetía cosas sobre el apocalipsis y el día del juicio divino.

A todo esto pasado yo ya estaba casado y tenía ya diez años en la carrera de doctor cirujano, varios cadáveres en mi cuenta.

Cada vez que perdía a un paciente se repetía un ciclo: regresaba a casa, me acostaba y tenía un sueño. En el sueño me encontraba en el hospital, y había una habitación por cada paciente que moría, en cada una se encontraba dicha persona desnuda en la mesa de operaciones, con los ojos bien abiertos, todos repetían lo mismo.

Dios, ¿por qué me has abandonado?”

Al final de pasillo de habitaciones, había una última puerta que llevaba a un campo abierto con una tormenta. En el medio de todo, una figura encapuchada se alzaba con una guadaña negra en una mano enfundada en guantes blancos, se volteaba,  decía mi nombre y luego soltaba un alarido que nunca hubiera podido ser animal.

Luego despertaba y bajaba al sótano, sudando y con el mundo danzando a mí alrededor como si estuviera en una bola de nieve ornamental.  En una de las cajas estaba una de las armas que le fueron confiscadas a mi madrastra, cargada con tres balas, la tomo y me siento en el suelo.
Siempre coloco el cañón en mi sien, tensando el percutor. Pero hasta ahí llego. Soy demasiado cobarde. Luego de esto, me levanto del piso y me limpio las lágrimas tibias, no desearía que mi esposa me viera así.  

Todo estuvo bien por un tiempo, no hubo muertes, (al menos no en mi presencia, creo) y la vida fue tan apática y rutinaria como siempre, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Una caja de cigarrillos y cinco tazas de café hacen de mi combustible, tal vez dos o tres vasos de whisky con mi esposa los fines de semana que salíamos a cenar y a pasar un buen rato.

Aunque siempre lo intentábamos, nunca podíamos tener hijos, los dos teníamos problemas de fertilización con detalles muy engorrosos para explicar que hasta a mí se me hacían confusos. Mi esposa trabajaba de 
abogada en un bufete y nunca nos tuvimos que preocupar por el dinero, vivíamos de lujos moderados.

Hasta que se hizo su chequeo anual.

Un colega experto en consultas femeninas rutinarias siempre se lo ejecutaba, tenía bastante confianza en él. Cuando le pregunte por los resultados de los exámenes normales, su cara se drenó de color.

-          Lo siento tanto hombre… Pero tu mujer tiene edema pulmonar… – dijo él con voz destruida.

El ciclo se repetía. La madre, las hijas. La figura de la guadaña.

Mi esposa casi se desmaya cuando oye esta noticia, negando por lo bajo. En su bufete la mayoría de los abogados fumaban puros, cuyo humo es más fuerte que el de un cigarrillo, tú podías entrar a ese piso y parecía que había un incendio. Por otra parte, yo fumando en casa también contribuía a esto. Me sentía como si le hubiera clavado el cuchillo, ahogado con culpa.

Hay varias maneras de tratar el edema pulmonar, usar un respirador, por ejemplo; pero algo me dijo que nada de esto serviría, que había solo una alternativa.

-         - Quiero que tú me operes – me exclamó, no había forma de cambiar su opinión, nunca la hubo. Maldije al destino por hacerla que me conociera.

Esa noche antes de la operación no pegué ojo, estaba pensando en todos esos cuerpos que me estaban pesando en la espalda. Cerré los ojos un momento y cuando los abrí, no podía moverme, ni pestañear, creo que ni siquiera estaba respirando. Mi mirada estaba clavada en la puerta abierta de la habitación.

Cubriendo la luz que venía de afuera, la figura encapuchada miraba a mi esposa en su lado del lecho, su cara en la obscuridad de su capa que le cubría el rostro. Luego movía la cabeza en mi dirección y levanto un dedo en guante blanco, moviéndolo en forma de negativa.

La mañana llegó cuando pude cerrar los ojos de nuevo. Me sentía exhausto, mi esposa no estaba.
Fui a la cocina y la encontré vestida con una blusa y unos jeans, haciendo café, estaba segura de que lo necesitaría.

Las horas pasaban y mi angustia aumentaba a cada segundo, ella era mi primera operación del día. Mis manos se quedan congeladas en el lavabo, enjabonadas, no puedo moverlas, una enfermera se acerca y me pregunta si estoy bien, le dije que sí, que solo era tensión normal, le pedí que trajera todo el apoyo desocupado en el hospital, toda la ayuda posible seria lo mejor.

Mi esposa toma mi mano antes de que le pongan la anestesia y me dice:
-         Te confío mi vida.

 Y aquí estoy, el calor del café y el cigarrillo se han esfumado. Veo a mi esposa en la camilla con la sabana, no me atrevo a verla entrar a la morgue. Todo calor en mi vida se ha esfumado, mi piel fría como un tempano.

Desde hace un rato la figura ha estado sentada al frente de mí, mirando a la morgue como si fuera una estatua. Alzo mi cabeza para verla y veo al fin su rostro.

Era un cráneo de un color blanco pálido, dos cuencas vacías en donde van los ojos encima de otra cuenca donde debería ir la nariz.

Reconocí las facciones solo para reconocer mi propio cráneo. Me empecé a reír ácidamente. Con el peso de los cuerpos sin vida de mi esposa y mis otros pacientes, suspiré.

-¿Y ahora qué más me queda?




La figura colocó su cara a mirarme con las cuencas vacías.

-  La muerte.

sábado, 2 de agosto de 2014

Botellas de alquitrán I

Una recopilación de versos o relatos cortos que hago en mi Twitter (hasta el momento) y que no son publicados en Blogger. Me pareció correcto publicar esto acá, son mis escritos, por más informales que sean.





Luz De Neón.

Luz de neón.


Su mirada me congeló la primera vez que la vi, paralizado por ese juzgar silencioso.

Mientras yo me sentaba allí, libro en mano, me escondía de su soslayo detrás de mi taza de café.

La había visto antes, deambulando por los pasillos, caminando por las calles con su belleza que hacía verla detenidamente con disimulo.

Ella sabía del poder de su apariencia, mientras los hombres quedaban el shock si sentían su más mínimo rozamiento de brazos, mientras que las mujeres la observaban con envidia y admiración.

Ella se reía de todo eso, a sus espaldas, todo le parecía ironía del vivir.

Nunca la vi intercambiando más de dos palabras con alguien, se iba sin ni siquiera despedirse o decir gracias.

Pero, por alguna razón, me miraba a mí.

Por supuesto, nunca creí que estuviera realmente viendo. Volteé la cabeza hacia atrás, comprobando si había alguien más digno que yo a desafiar su campo de visión.

Nada, habían personas metidas en sus libros, enciclopedias. Parejas que solo tenían ojos para sí, noté que mayoría de los hombres (y algunas mujeres) la miraban de reojo sin que sus pares se dieran cuenta.

Volví a enfocar mis ojos hacia delante, su mirada clavada en mí, como si yo fuera una joya tras un vidrio.

Al ver que estaba tratando de comprobar que no lo hacía, se empezó a reír. Su sonrisa tan cautivante, esos labios pintados que parecían hechizados.

Se paró de su silla, y camino hacia a mí, sus movimientos con tanta gracia y desenvoltura como los de un gato. Mientras sus pasos se acercaban, mientras el repique de sus botas de tacón sonaba contra el pavimento, se formó un enredo masivo de nervios en mi garganta, pensé que me había quedado mudo, que me ahogaba con mi lengua.

Su porte de cristal y esa piel blanca que hubiera sido el descubrimiento total para un dermatólogo. Ese cabello negro que le caía en la frente, oscuro como un vacío, brillaba con el sol. Esos ojos que parecían quebrar al que mirara con furia. A mí me miraba con interés, y escepticismo.

Tomo asiento a mi lado mientras las hojas de los arboles nos proporcionaron sabanas de sombras.

En un saludo cordial, presentándose a sí misma, trate de no asfixiarme con mis nervios al solo oler su perfume, logré mantener la compostura, permaneciendo en un disimulo.

En lo que parecieron solo minutos, fueron seis horas desde las 9 A.M, en las cuales caminamos sin rumbo por el parque, cafeterías y librerías de la ciudad, tratando tópicos de extrema importancia a una simple pequeñez como “qué lapicero es mejor para escribir”.

Con el paso del tiempo, pareciera que nos hubiéramos conocido de toda la vida.

Y creo que sí nos conocíamos desde siempre.

Al cabo de una hora de nuestra travesía, me había tomado del brazo, sus dedos afilados con sus uñas pintadas de negro se sentían tibios al tacto.

 Me iba contando sus pasadas parejas con cierto aburrimiento. Como los encontró tan tediosos como chicle en la suela de un zapato. Traté de no profundizar mucho en esto, temí que se aburriera de mí también.

-Descuida. Nunca me hubiera acercado a ti si supiera de antemano que vas a ser un fastidio. Y mayoría de las veces lo presiento. – Me dijo, como si lo hubiera dicho en voz alta. Dudé si lo había dicho en realidad.

De una manera u otra, terminamos en mi departamento, el sol de la tarde seguía tan brillante y molesto, debajo de un techo en la luz tenue, ella se veía más hermosa que en el exterior.

Tomo uno de mis discos y lo puso en el reproductor que había comprado hace dos años a un amigo. Al ritmo de la música empezó a acercarse a mí. Tomando mis manos fundió sus labios con los míos, acercando su torso, envolviéndome con su mirada gatuna.

Yacíamos en la cama cuando las primeras luces nocturnas se encendieron, ella recostada sobre mi pecho, no estaba dormida, solo miraba al vacío como yo. Me pareció que sonreía.

-Aún no me has dicho que pensabas de mí cuando me observabas en la mañana. – Dije, rompiendo el silencio.

Lo pensó por un momento, y en suspiros me respondió.

-Estaba pensando si eras aburrido, si tal vez quedarías como todos los demás, paralizados por mi belleza, incapaces de dejarme, adheridos a mí. Honestamente, me acerqué por curiosidad.

-¿Y?

-Nunca me había equivocado tanto al juzgar a alguien.

Me desperté a medianoche, los anuncios de neón despuntaban por las persianas. Aletargado, restregué mis manos por el colchón.

Ella no estaba.

Busqué la casa, no había rastros de ella, sus ropas desaparecidas. En la mesa de la cocina, algo brillaba. Era uno de sus zarcillos.

Abatido, volví a la cama, había pasado casi todo un día con esta mujer y nunca se me ocurrió pedirle su número, o preguntarle donde vivía. Me sentí idiota, teniendo que imaginarla como una ilusión para mi recordar en mis días de soledad.

Mi única prueba de que había sido real era el zarcillo de plata que tenía en mano. No pegué ojo esa noche, ni la próxima.
Sentado en una librería, una taza de café negro en mi mano humeaba.

El segundo libro que había leído en dos meses abierto de par en par en la mesa para dos con uno. Era la tercera vez que lo leía.

Música que resonaba en mis oídos, a través de las bocinas de mis audífonos negros. El resonar de las cuerdas de una guitarra en armonía con la voz que decía “Oh, ¿qué ha pasado…?” con melancolía.

Al pararme de la silla, libro en mano, me dirigí a la puerta de vidrio cuando en el reflejo advertí una mirada.

Mila me miraba, escondiéndose en su taza de café, sus uñas repintadas de negro, sus ojos envueltos en sombra de maquillajes proyectaban un verde brillo en sus pupilas.

Me había tomado cuatro semanas olvidar un día. Y ese día estaba sentado a menos de veinte metros de mí. Tenía cosas que hacer, pero me acerqué a la mesa, terco e idiota desde pequeño.

-Me parece que esto es tuyo. – Dije, mientras sacaba mi amuleto de la suerte, un zarcillo plateado.

Mila hizo una mueca de sorpresa que me alegró todo el día. Me cogió del brazo, y salimos juntos de la librería, su café a medias en la mesa.

Tal vez estábamos destinados a vivir noches, su brazo tomando el mío. Tal vez estábamos destinados a encontrarnos por miradas de anhelo.


Pero al salir de esa librería, solo estaba feliz de que su mirada esmeralda se fijara solo en mí. 

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