lunes, 25 de julio de 2016

Postmeridiano.

Interferencias.

Estáticas.

Ruidos.

Palabras sin sentido.

Ráfagas eléctricas.

Jaquecas.

Malestar.

Gritos.

Recuerdos.

Olvido.

Quiero olvidar.

Todo. Quiero que todo desaparezca. En el soplo del viento. En la corriente del rio que lleva al mar. En los susurros que me han arrastrado a la oscuridad. En el crujir de sus gruesas garras.

Lo he visto todo en las esquinas de mi cabeza. Lo que me han contado las voces una y otra vez.

Lo he sentido en la flecha del tiempo, en el fulgor de las estrellas muertas. Ha traspasado mis barreras de piedra lisa, fría y negra.

Se ha escondido en signos. En huellas que no se dejan marcar, cambiando de forma siempre que las toca. Nunca vuelve a mí de la misma manera. No lo puedo matar.

Lo he acuchillado repetidas veces ya. Lo he cegado, ensordecido, y desvanecido toda manera en la que me pueda sentir. Lo he quemado al punto en que el infierno parece un paraíso. Lo he ahogado en las más oscuras aguas que había podido encontrar, allá con las leyendas del lago ceniza.

Pero nada parece funcionar.

No recuerdo el día en que llegó. Tampoco recuerdo si lo reconozco de una vida pasada. Me ha hecho olvidar las cosas que siempre guardé en mi corazón y que jamás recuperaré. Me ha hecho más daño que nadie, y lo más frustrante es que no me ha tocado ni una sola vez.

Hubo una época en donde él (o ella) no existía. Donde todo se reducía a esa vida simple que todos tratamos de alcanzar tan desesperadamente. Estuve allí, ese lugar hipócrita que tantos aman y aborrecen, llevado de los hilos por la mano invisible del destino.

Fui un cuello blanco. Un número más. Esa estadística en las muertes más comunes o parte de esas estúpidas encuestas sobre qué producto es mejor.

Uno de los recuerdos que aún permanecen pero que no dudo que destruirá es el primero que poseo. El de una mujer sentada al frente de un piano, tocando la melodía que me lanza a mi estado catatónico y surreal.

¿Era mi madre? ¿Alguien a quien conocí? Tal vez. Pero yo personalmente considero que esa mujer no tiene rostro, o que no soy digno de mirarlo. Ella es solo la que me dio conciencia, la que me dio sentido cuando todo era un blanco en los párrafos de mi vida.

Por lo más que puedo recordar, todo fue líneas de un dibujo casual, pintado con esos colores opacos que te hacen sentir cálido por dentro. El frío de un día gris de lluvia, o las hojas verdes en el verano azul.

La vida son recuerdos y sueños. Fotogramas distantes que no podemos retratar completamente. Una historia en la fogata o los desvaríos de un borrachito.

Nada de eso para mí tiene significado. No desde que llegó. Y parece que siempre estuvo allí, esperando su momento. La mala semilla, el reflejo del espejo, el golpe en el estomago que te ofrece el miedo.

La mujer aún permanece en lo más profundo de mi alma. Pero se difumina y empieza a desaparecer. Ella y yo sabemos la solución. Su debilidad. Pero soy demasiado cobarde para detenerle.

Tengo el corazón de piedra. Y el arma secreta en mi mano. Los astros se alinean. Los relojes marcan la hora del final.

Me mira con su semblante adusto y su rostro siempre-cambiante. Y se ríe, como lo ha hecho otras veces, mostrando al abrir su boca un vórtice infinito de verdades que me atormentan.

“No tienes el control. No existe nada parecido a eso. Solo caemos y caemos, buscando una grieta o anormalidad de donde sostenernos.” Me dice.

No respondo, absorto en la oscuridad. Dura. Estable. Ausente. El jamás de los jamáses.


“Debo tocar fondo.”