domingo, 11 de septiembre de 2016

Meta-jerarquía. Un ensayo.


Hola. Soy yo.

Sí, esto no es lo que esperabas, ¿verdad? 

Normalmente mi estilo de escribir es otro más poético y fantasioso. Pero esto es algo en lo que he pensado desde hace muchísimo tiempo, creo que desde empecé a darme cuenta que podía pensar.

Tranquilidad, no dejaré mi estilo usual, pero esto tengo que plasmarlo.  Puede parecer algo acelerado, pero solo es una fantasía que se haría muy larga de explicar en unos tweets o algo.

¿Te has preguntado cómo funciona tu mente? ¿Cómo reunir toda la información que has recopilado a lo largo de tu vida? ¿Cómo la categorizas? ¿Cómo sabes que este recuerdo no es una historia que alguien te dijo en el autobús, o que estas emociones no son más que una reacción replicada de las películas que has visto?  

Yo sí. He pasado toda mi vida, pensando en eso. Por algo no fui bueno en los deportes y jamás le he prestado una atención dedicada a la escuela. Por algo siempre dejo todas mis cosas regadas y es en lo que gasto el tiempo de viaje hasta mi universidad, que suele ser una hora.

Este ensayo, más que decir lo que pensamos, busca una imagen para identificar, para retratar esa abstracción inmediata que llamamos “mente”.

¿Quiere decir la existencia de este ensayo que he llegado a una conclusión? Oh, no. Ni por coñazo. Pero es una idea, una teoría. Algo que he considerado interesante poner en palabras.
Pero basta de introducciones. Entremos a lo poquito que sé.

La mente es este…vacío donde todo va de aquí y allá como pájaros asustados. Con este vacío procesamos lo que percibimos y tomamos en consideración eso mismo. Unas palabras, un sonido, una imagen. Música, luces, gestos y la lista es infinita.

Pero, ¿cómo se organiza? Si eres una persona centrada, podría decirse que todo lo que tu mente procesa se guarda en cajas con etiquetas. Recuerdos, sentimientos, lógica, conocimiento. Si eres un desastre, me remito a la metáfora de los pájaros.

Justo hoy me dijeron que no me concentro lo suficiente en lo que hago. Y vaya que tienen razón. Por algo nunca ganamos un juego de futbol a causa mía, porque me la paso perdido entre la nebulosa de mis pensamientos.

Pero estoy tratando de mantener más mi concentración, y es en la falta de la concentración, la organización y la estabilidad que está lo siguiente. A mí me gusta llamarlo…

El mar de las olas bipolares.

Si tienes televisión con cable, me imagino que alguna vez has puesto Discovery Channel con su programa dedicado a este tema o una película con esta escena.

Hay alguien naufragando en el mar, solo con un flotador, sin tener a donde nadar excepto hacia el infinito. En una tormenta, o en aguas serenas. Es aquí donde se encuentra el estado más común de la mente de un adolescente promedio con problemas promedio o de una persona que viva a diario con el “¡Siempre estás serio/a!”. “Oye, vuelve a la tierra.” Yo también estoy aquí, tratando de volver a la superficie.

¿Pero qué tiene que ver el mar con la manera de pensar?

Imagínate que estás varado en el mar, en un tira y afloja eterno a causa de las muchas corrientes. El agua representa todos tus pensamientos, recuerdos, emociones, etc. Puedes nadar sin problemas si estas calmado, tomar un pensamiento y darle forma, o es más, representarlo en la realidad.

Ahora imagina que alguien te hace enojar. Mucho. ¿Cómo se vería el mar?

Tormentoso, con unas corrientes que te podrían arrancar las extremidades de lo fuertes que son. No tienes flotador. Ahogándote de tus propios pensamientos movidos por la ira. Quizá hasta con un cielo de color rojo sangre si te gustan esas cosas.

El mar tormentoso no se da solo con la ira. La ansiedad y el miedo, hacen también de catalizadores. Pero diferentes sentimientos tienen diferentes efectos en las aguas. La tristeza por ejemplo, hace diferentes olas. Aquí todas vienen del tamaño de un edificio y debido a tu animo, te lanzas de cabeza hacia ellas, queriéndote ahogar en tu lastima (este también sería el tipo de mar de una persona con depresión al punto de que solo ve lógico dejarse llevar a las profundidades). La felicidad es algo parecido a ser un niño feliz estando en una piscina por primera vez, revoloteando sin ponerle atención a nada. La inseguridad, cuando todo está tranquilo pero crees que ves aletas de tiburón en tu periferia.
 
Es bueno que el mar viva cambiando, pero siempre es impredecible, un estado de mente para cuando no necesitas o no tienes que preocuparte de muchas cosas.

Es sano a veces también solo flotar y pasar de lo demás.

Pero, el siguiente estado le trae a uno más atributos, una mente más arreglada. Algo que se basa más es la rutina, la categorización, etc. Un punto medio, si quieres llamarlo así.

El bosque de voces escondidas.

Los nombres suenan rebuscados, pero aguántame esas.

El cambio de escenario de algo tan impredecible como el mar al bosque no es tanto un “upgrade” como es solo un estado más puro de tranquilidad, pero también de frialdad.

Aquí estás tú, en medio de un bosque. Los arboles son altísimos y no hay caminos.  Solo las voces de los animales que te rodean, un millón de aves (me gustan las aves, no sé) unos cientos de venados, uno que otro oso; más los peces de un río en un algún lado. No los puedes ver, ellos son las voces escondidas que se traducirían como tus pensamientos, sentimientos y conocimientos.

No hay mucha diferencia del mar, solo que estás seco. Hasta que caiga lluvia (ya vuelvo a eso). Pero hay una cosa que considerar ahora. Nadie puede conocer el mar, pero un cazador puede tener una percepción bastante amplia del bosque. Y si es más sabio, sabrá aislar los sonidos de modo que su presa no se escape, sepa encontrar un río o alejarse del territorio de un oso.

Así pues, en el nivel del bosque, significaría una manera de que se dejasen flotar los pensamientos pero con la habilidad de localizar lo que quiere considerar. Recordar lo que quiere recordar y hacer marcas en el suelo o en los arboles para que no se le olvide nada.

Esto deja a un margen los errores, ya que el cazador entra en un estado de concentración tal que calcula cada pisada o rastro que deja. Siempre alerta pero no deja lugar a la relajación total.

Las emociones tienen menos poder aquí en el bosque. O al menos, el cazador no se deja llevar tanto porque arruinaría su sistema. La ira sería un lapso al frente de la fogata tratando de buscar calma y una solución a sus problemas. La felicidad, un día soleado de esos de cuentos para niños. La tristeza, una lluvia bajo que la cual el cazador se sienta sin pensar nada, y sabe que le hace bien. La inseguridad, una noche muy oscura en donde busca puntos iluminados o un escondite de algo, soluciones rápidas a su problema.

Pero aquí, la calma mental tomaría tal vez el nombre de desolación. Cazar es una actividad lánguida y solitaria, de énfasis en cual es el siguiente movimiento.

Si el bosque llegase a llenarse de voces que ahogan todo como un torbellino, el cazador gritaría muy fuerte y pondría todo en silencio. Nada escapa de su control y el mismo no alteraría su calma con sus propios sentimientos.

¿Poner los sentimientos a un lado? ¿Es eso posible? Personalmente, no lo creo. Creo que como humanos estamos “condenados” a tener emociones, porque es lo que nos hace seres vivos, como los animales, porque no somos nada más que una especie que se siente superior a las demás.

Una pequeña anécdota mía para saltar al último estado que quiero tratar de explicar lo mejor posible.
Cuando era niño, era muy susceptible a historias de terror; a pesar de que aún hoy me encantan. Solía pasar noches sin fin tratando de dormir, creyendo que algo me miraba desde las sombras o algo me agarraría si bajaba la guardia. Cuando crecí un poco más y este trauma retrocedió, me vi en la misma situación de no poder dormir por haber comido mucha azúcar. Y como el cerebro tiene sus horas más activas antes de dormir, recordaba esos momentos de miedo. No sé cuando, ni en qué momento la inventé, pero desde entonces me ha servido bastante bien para dormir, pensar y calmarme.

La habitación blanca.

La habitación blanca es al mismo tiempo el lugar que más sentido tiene y el que más me cuesta explicar. Recurriré de nuevo a una escena.

Un personaje de algo, desea ir o viaja a un espacio que es lo que un dibujante o guionista vería como “la nada”. Un espacio infinito con solamente un fondo blanco. Así como un lienzo, o estas páginas virtuales en las que escribo sandeces.

Es un lugar donde nada importa. Un lugar donde puedes sacar cualquier pensamiento sin distracciones, desarrollar una idea o darle cuerda a una fantasía.

A diferencia de los otros dos, la habitación blanca no es un estado permanente, pero más zen. Que requiere más concentración. Es nuestro lugar feliz, nuestro santuario mental. Y la simplicidad está en que es la nada. El espacio sideral, un desierto, una carretera infinita.

Aquí, a diferencia del cazador, evaluamos nuestras emociones en vez de apartarlas para llegar a nuestra meta. Evaluándolas de diferentes ángulos. ¿Debería sentir esto? ¿Es correcto? ¿No lo confundo por otra sensación diferente que no puedo identificar ahora mismo?

Nuestras metas se toman con calma aquí, observando todas las posibilidades y resultados que puedan tomar lugar a partir de nuestras decisiones.

Aquí estoy mientras explico esto, dando vueltas de aquí a allá pensando en mi siguiente argumento, mi siguiente comentario.

Y es en este párrafo donde acaba su descripción porque no hay más que contar. Si has llegado a este estado o algo parecido, sabes de lo que hablo. Y si no lo has sentido, de verdad no puedo desarrollarlo más.

Mi propósito es que este ensayo sea otra ave en tu periferia mental, que si leiste esto, quieras considerarlo más y hagas tus propias conclusiones. Quizá lo consideres verdadero o erróneo, pero con meterte esta idea en la cabeza me basta.

Es posible que haga otro ensayo de esta naturaleza, sobre otros temas que he pensado hasta ahora
.

Pero por ahora; buenas noches, y buena suerte en tu travesía. 

viernes, 2 de septiembre de 2016

El desierto de los salvajes.

El viento sopla, en la inmesa soledad de este vasto desierto.

La arena se pega a la piel, cubriendo cada poro. Los bancos se hacen gigantes, como edificios de una ciudad fantasma.

Caminas sin detenerte, mientras te hundes más y más en este desierto. Tu capa ha perdido su color original para tomar uno del amarillo muy claro, algo naranja. Has aprendido a caminar y es como si olvidaste que alguna vez supiste hacerlo, con los pies hundidos hasta las rodillas.

No hay ni un alma en un radio de miles de kilómetros, y estás bastante seguro que la tuya no cuenta.

Solo tienes un propósito: seguir andando. Sin punto de inicio, sin destino. Solo extraviado en el tiempo, en los movimientos del sol y la luna que son tuss únicos testigos. Atrapado en brillos estelares, enrevesado en las luces que se desvanecen.

La oscuridad hace su aparición y estás obligado a descansar por ahora. Como dicta la tradición del viajero sin sentido.

Sacas las pocas ramas que has ido consiguiendo de tu bolsa, los últimos restos de los cadáveres que una vez quisieron ser árboles. Ves también la última pata de lo que sea que mataste para comer. Ya ni lo recuerdas, pero tiene carne.

El fuego chispea. Crip, crap. Y sentado frente a él, buscas respuestas. Buscas venganza contra el yo que la ha cagado tanto. 

¿Cual es tu último recuerdo? Andar. Solo andar.

Crip, crap. 

¿Qué hay de tu otra vida? Ya solo ves una parte de ese recuerdo, enterrado también en la arena. Y como masoquista empiezas a cavar en las heridas. Empiezas a desgastar tus uñas, abriendo otra vez tu tumba.

Hubo una ciudad, que no era fantasma. Una cultura, una civilización, o los vestigios de las mismas. Sobrevivías. Pasabas de las miradas que hay bajo las capuchas. Sin opinión, sin juicio alguno. 

Nada por lo que vivir o morir. Un no-muerto. Un no-vivo. Muy parecido a ahora, pero no estabas escapando de algo.

Ibas de cabeza hacia algo.

Algo falló. Hubo una anomalía. La hiedra en tu jardín.

Era tan hermosa. Como el primer brillo de un verdadero diamante en un mar de zirconita. Y te encontró a ti, el extraño. Andaba ella también, sin destino ni punto de inicio.

Te correspondía. Te correspondía como el día corresponde a la noche. La luz a la oscuridad. La vida a la muerte.

Sentiste en sus brazos una calidez inigualable, en tu alma. Algo que creías imposible. Y encendía algo en ti, un animal eléctrico que nunca supiste que existió.

El animal llegó con ellos.

Tratando de llevarse a tu diamante. Muchos de ellos. Pedazos de carbón que mancharon y arruinaron tu perfecto sistema.

Ensuciandolo, molestando a la bestia. Partiéndola a ella.

Y él... A él lo odiabas muchísimo más. Más que el sol odia al desierto al incinerarlo con su calor. 

Los hombres somos hienas. En el desierto de una tierra que creemos nuestra. Peleamos por supervivencia, por la oportunidad de que nos tomen en cuenta. Y nos reímos de nuestra propia estupidez.

Justo antes que cada uno trate de clavar sus colmillos en el cuello del otro. Y los tuyos se mancharon. Sentiste la sangre en la lengua, y te la tragaste.

Su manada corrió. Y eras el nuevo macho alfa.

Pero ella se perdió en la zirconita antes de que lo supiera. Pérdida, para no ser encontrada de nuevo.

Crip, crap.

Ahora entiendes. Y ya no importa cuanto tiempo ha pasado, en cuanto tarda la arena en caer de tus añejas manos.

Y el espíritu del desierto se para sobre el banco más alto, con una taza llena de arena.

Mira a la luna y su capa se mueve con el viento. Ya es solo esqueleto mezclado con la arena. 

En las cuencas de sus ojos están las almas de aquellos que vagan el desierto. Y también, muy en lo profundo, el débil destello de lo que parece un diamante.

Crip, crap del fuego. Solo andar. Como hienas.