martes, 21 de abril de 2015

Percepción (Una de tres)

(Nota del autor: Lamento que esto sea tan largo. Quedate si quieres. Aún faltan dos partes. Decidí que si iba a hacer algo bueno, era mejor hacerlo bien.) 



I

Nunca ha habido un inicio digno para una historia como esta, pues yo soy como cualquiera. Me levanto como si me hubiera arrollado un tren diez veces, con un aliento y apariencia que manda a los muertos devuelta al inframundo. Engullo mis pastillas como un elefante el maní. Abro la ducha y me someto al congelamiento de mi cuerpo entero. Me acicalo, me visto y salgo a trabajar por la puerta de mi apartamento. No como un héroe, no como un semental listo para todo, no como un psicópata con problemas de grandeza, no como el patético protagonista de una película que aprende sus lecciones a medida que avanza el filme. Soy aquel que siempre está en el segundo plano, aquel del fondo de la foto y que si esto fuera una película, yo sería un extra mal pagado. Sobre mí no hay mucho que decir. Solo que percibo. Y me pierdo. En el río del pensamiento. En el mar de la imaginación. 

Con el aire frío que trae la mañana lleno mis pulmones, apunto mis adormilados ojos al horizonte que muestra edificios cubiertos en niebla y cielos de algodón. Camino por la calle mirando a todos lados, a todas las personas que pasan por mi lado. Huelo la nada y la indiferencia de la ciudad que respira ajena a mi presencia. Siento las ráfagas de aire rozando mis dedos, enfriandolos. Espero en la atestada y fría parada de autobús, el cual llega y me ofrece un puesto vacío con ventana. No se puede poner mejor. 

Miro las hileras de casas y edificios que se difuminan con el paso del vehículo, los parques que destilan un olor a tierra mojada y me traen recuerdos de momentos infantiles en dónde fui más feliz que nunca. Veo a la gente desfilando por las calles y me pregunto qué ocurre en los pequeños mundos dentro de sus cabezas, en sus propias tormentas de pensamiento.  La ciudad respira con cada paso de cada persona que vive aquí, siente lo que estas personas sienten y sueña. Sueña mezclando tiempos, espacios y realidades. Pero no lo vemos, aferrandonos a nuestro pedazo de realidad. A nuestros sueños. Puedo sentirme desvaneciendo entre el murmullo de las calles, entre los rugidos de los motores, entre el aire que fluye por una grieta en los ladrillos de una pared. 

Me quedo atrás. Y tengo miedo. 

Termina mi recreo en las nubes y tengo que bajar en mi parada del trabajo. Trabajo en un empleo sin importancia. Con una camisa blanca y una corbata negra. Soy parte del tráfico de la calle. Otra grieta en el concreto. Otra cara borrosa en tu periferia. En procesos rutinarios de saludos hipocritas y aperturas de puertas asciendo al piso dónde se guarda mi aburrimiento y labor de todos los días. Veo y escribo en papeles que ya no importan a nadie, navego en sistemas computarizados que terminan siendo una parte que no debería ser vital en la vida diaria y respondo llamadas a voces que se matan por un mísero sueldo.
Miro a todos mis compañeros de trabajo, metidos de cabeza en un mar de números, entablando conversaciones que jamás llevan a nada. Puedo sentir como soy abrazado por la vida y amoldado con lo demás. Como terminaré aquí, como otro más. Otro papel más. Otra gota de tinta. Otro tecleo frío y silencioso.

Y pienso...

«Hola, Kit.»

...y soy interrumpido por una voz familiar. 

Me volteo en mi silla para ver una figura esbelta de rostro escultural con una piel lozana pálida y cabello escarlata que trabaja en un escritorio cercano.

"Hola, Nina. ¿Cómo estás? " 

Nina es una chica que vino a trabajar hace unos tres meses y ha sido abordada por casi todo el edificio; desde guardia impertinente y temeroso al rechazo, hasta jefe ejecutivo de empresa que habla como un cuchillo recién afilado que no entiende una negativa.

He llegado a quererla como se quiere a una persona que vuela el mismo infinito que uno. Una semejante, alguien que no cuestiona tus razones y tus pensamientos. He llegado a quererla demasiado, en mi opinión. Pero no voy a negar que me alegra el día que solo me roce con sus manos o su cabello. Como su olor a perfume la hace de una sola clase. Como su voz se filtra como un susurro que te eriza la piel. Como su mirada fija hace que te separes de tu cuerpo y te pierdas en su iris.

Si te preguntas, qué significa ese “casi” de antes, si es tan bella como la describo, es porque dicha excepción soy yo. Nunca vi oportuno ni sabio hablarle como cualquier idiota que hace disparos en la oscuridad. No con ella. Ella es demasiado para eso. Pero tampoco me vi con una oportunidad más que los demás.

«Estoy hasta el cuello de trabajo. Y quiero respirar algo que no sea tinta de toner y desodorante caro. ¿Estás muy ocupado?» pregunto ella mientras se apoyaba en mi escritorio.

«No, la verdad es que no. ¿Quieres ir a la cafetería de enfrente?»  Con una sonrisa se engancha a mi brazo y salimos de la oficina con miradas afiladas con sentimientos mezclados, clavadas en nuestras espaldas. 

La verdad es que Nina no tiene muchos amigos. Fue criada como cualquier niña linda en una ciudad. Su apariencia bastaba para todos. Siempre se sintió rezagada a un estereotipo. Su ingenio a nadie importaba. Sus gustos eran solo una referencia para comprarle presentes que al rato desechaba y aprovechaba. Es bastante cortante con todo los hombres y muy directa con las mujeres que creen que están en el mismo barco que ella. Que yo sepa, soy el único que ha podido entablar alguna clase de relación con ella en el edificio. Un día llegó preguntándome dónde podía comprar una buena taza de café y me pidió que la acompañara solo para enojar a sus pretendientes. Accedí casi de repente más por el hecho de querer salir y molestarlos al mismo tiempo que nada. Desde ese día, envidia, desagrado y quejas sobre mí se mezclan en un bol de chismes post-adolescentes que no me podrían importar una mierda.

No me preguntes cómo llegué a esto si soy tan irrelevante, porque simplemente no lo sé. 

Es una clase de rutina que repetimos una o dos veces a la semana cuando nos vemos desocupados. Hablamos de todo, llenándonos de un placer platónico. Un placer mental. Nuestras vidas son tan diferentes que nos sorprendemos con cualquier detalle cotidiano de la vida del otro. Cigarrillo tras otro en una calle llena de smog. Balazo de enfisema tras otro en una absoluta indiferencia. Ensimismamiento tras otro en las palabras que otros escuchan a susurros. Mirada tras otra en los reojos de los solitarios. Con ella, me siento en el lugar correcto. Con ella me siento en los rieles correctos del tren sin dirección que es mi existencia. O sin un tren que contemplar en absoluto. 

Por una vez, saco un tema nuevo y lo pongo a prueba. 

«Hay algo que me inquieta a veces y últimamente me asalta a menudo.»

Nina me mira preocupación y escucha atenta sorbiendo su café. 

«He sentido como si todo..., avanzara rápido. Muy rápido para mí.»

«Todo el mundo siente eso alguna vez. Hasta yo.» Ajeno a ella, vuelvo a hablar dejando los ojos fijamente en la taza. 

«Es como si todo lo que ocurre fuera una grabación o una película. Ocurre, sí. Debería importarme. Pero, simplemente estoy escéptico de ello. Y desinteresado.»

«La gente evoluciona, el tiempo cambia, Kit. Es algo que no puedes controlar. Nos adaptamos. Tú te adaptas y yo también cuando llega el momento de no evitarlo más.»

«¿Y hacía dónde va tanto cambio? »

«Estoy segura de que si lo supiera, no te lo diría solo por molestarte. Y ese el más probable caso de por qué no sabemos el adónde vamos.»

Nina se despide de mí un poco más temprano y me deja a esperar la hora de volver a casa, con sus labios en mi mejilla como una quemadura. Como siempre, dormito pensando los momentos que paso con ella, y las horas pasan volando como aviones de papel. Agua que se mueve en un vaso de papel, pasos pesados de cubículo a cubículo. Salgo de mi prisión de fotocopias y números, camino las calles atestadas de trajes y vestidos ejecutivos que reparan en mi presencia como quién nota el aire. Otra vez el polo opuesto de la parada de autobús de donde estaba antes. Otra vez el atardecer que comienza a derramarse sobre los edificios. Otra vez el vehículo que maneja por la naciente penumbra. Otra vez los últimos destellos del sol que atraviesan como una lanza fantasma. Otra vez el olor de la noche que empieza a inundar mis pulmones como lo hizo el de la mañana. 

Y también ese sentimiento de nuevo. Es la misma secuencia de eventos y me siento atascado. 

Camino por la calle a paso apresurado y llego a mi edificio, donde introduzco la llave oxidada. Subo las escaleras haciendo olas feroces en la playa de mi mente. Subo las escaleras rompiendo los silencios del edificio. Llego a mi piso y puedo respirar otra vez y sonreír porque estoy al fin lejos del gatillo del sentimiento de atascado. Abro la puerta con un giro de la llave y el picaporte; y apenas coloco un dedo del pie en el interior del departamento...

Ring, ring. 

...el teléfono truena desde el otro lado de la habitación. Uso un paso rápido y desinteresado y tomo el auricular. 

«Hola, Kit.»

Una voz cansada pero joven llega desde el otro lado. Una voz que reía cuando nos ensuciabamos la ropa cuando saltabamos en un charco de pequeños. Desde su lado se oye como la lluvia cae en un vidrio cercano. Se puede oír un aliento que ha estado llevando frío. 

«Hola, hermanita. ¿Cómo estás? » 

Respondo con cierta extrañeza, ya que Lisa y yo hablamos con muy poca frecuencia debido a que viaja mucho por su trabajo. Sus llamadas son tan amistosas como profundas, no gasta un segundo en algo que no tenga sentido. 

«Estoy congelandome. A menos que la hipotermia me gane, estaré bien. ¿Y tú? Me imagino que en faena. »

«Ni tanto. Un día de estos me van a despedir por sedentarismo.»

Lisa se ríe desde el otro lado y puedo imaginarme sus ojos destellando en la oscuridad de alegría y nostalgia. Ella avanza en una travesía para encontrarse en la vida. Apoyé a Lisa completamente en esa decisión que hizo hace un año, ya que todos nos buscamos alguna vez, nos perdemos y si no te pierdes, no lo estás haciendo bien. 

Se queda en silencio unos segundos atrapada en los recuerdos del hogar y al fin vuelve a hablar. 

«Oye, mira...,  no tengo mucho tiempo para hablar porque estoy en una terminal y no tengo mucho cambio para el teléfono. Pero quería al menos decirte esto. Feliz cumpleaños. Ya celebraremos cuando vuelva.»

Y así, su voz se había desvanecido en los pitidos de la línea. Dejándome con el auricular en la mano. 

Me digo a mí mismo que me vuelvo viejo. ¿Cómo coño no voy a olvidar mi propio cumpleaños si siempre estoy en otro lado con los pies fuera de la tierra? Oigo el resto de los mensajes en la contestadora de mis parientes y uno que otro amigo. Por supuesto no hay ninguno de mis colegas porque no mezclo mi vida privada con... bueno, con nadie. 

Y otra vez, apoyado contra la pared mientras me froto los ojos, me siento quedado otra vez. Siento como el tren se atasca otra vez.

Me desplomo en un sofá y miro mis manos. Diablos. Treinta años. Treinta años y nunca he tenido una relación que haya durado más que un cepillo de dientes. Treinta años y no he viajado alrededor del mundo como dije que haría hace una eternidad. “Treinta años y cada vez soy menos la persona que quería ser cuando tenía quince.”

Reviso la desolación que es mi nevera y tomo una botella de cerveza que tenía guardada desde la invención del refrigerador. La destapo y un olor agrio llena mi olfato. Tomo una pastilla-maní rutinaria y la paso con un trago. A ver si llegamos a treinta y uno. 

«Feliz cumpleaños, Kit. » Me oigo decir a mí mismo eso y hago un brindis con la ventana que da a la calle. Observo la gente con maletines y carteras desfilan como fantasmas en un vídeo. Sin mirarse. Las personas que pasan a tu lado en la calle me resultan tan misteriosas. Ellos escriben su relato con cada paso. Solo con un objetivo. Balas perdidas en las nubes de pólvora. Ondas de sonido en el espacio. Todos parecen tener todo en orden, y solo lo parecen. 

Bzzzt. 

Y debería dejar de pensar tanto en pequeñeces. El timbre de la puerta suena como un coscorrón en mi cabeza. Volteo dejando la botella en la mesa. 

Una voz llega desde el otro lado de la puerta de madera. 

«¿Kit?» Siempre pierdo la cuenta de cuantas veces dicen mi nombre al día. 

Las tablas del suelo crujen con mi paso y pongo la mano de treinta años en el picaporte. 

Giro la puerta, pensando tal vez, que es el espacio el que me llama. O la transición para los últimos años de mi adultez para entrar al geriátrico. 

O tal vez las ruedas del destino se empiezan a mover solas, ciegas.

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