Otra vez ese sentimiento de vacío que hace un nudo en mi
garganta y mi estómago. Esas ganas de vomitar pero no querer hacer ruido.
Otra vez esa necesidad de luz para asegurarme que no hay
nada en la esquina de la habitación, quieto, observándome. Ese temor de la luz
por ver qué es lo que realmente se posa allí.
Debajo de mis sabanas estoy en mi fortaleza de seguridad,
nada puede tomarme aquí. Pero a cubierto, oigo pasos en la penumbra azabache.
Oigo el acercamiento
de mi muerte, el acercamiento de perder todo lo que conozco. Me ahogo en mis
gritos de ayuda y el mar se hace de mi sudor frio.
La mano se contrasta contra las azules sabanas, se extiende
para tomarla y descubrirme para su placer. La nausea aumenta, se me aguan los
ojos y quiero gritar, quiero correr.
Tengo seis años y sollozando en el hombro de mi madre
mientras solo venía a revisarme cuando se sobresaltó al verme escondida bajo
las coberturas. He pasado la noche junto a la armonía de estar dormida junto a
mi madre.
Pasan los años, años en donde he visto sombras y siluetas en
mi reojo que nunca son nada. He creído sentir toques, pero me mantengo escéptica
debido a mi traumatizante experiencia.
Me he asustado otras veces, pero el sueño me ha salvado de
seguir imaginando cosas que no existen en mi habitación.
He oído historias de terror que se me olvidan al siguiente día,
le he creído a mi madre de que no hay nada allí en las noches.
Tengo dieciocho y soy lo suficientemente independiente para
andar sola por la calle; camino confiada, cautelosa. Mirando, escuchando todo a
mi alrededor.
Siento el hierro frio que se posa en mi nuca y me detengo en
seco. La voz extraña me ordena entrar en el auto y no hacer ruido. Debe de
haber estado escondido, o hubiera oído sus pasos.
Me hace llamar para pedir ayuda y llamo a mi familia, en
donde exige un rescate de alto precio. Me introduce en un cuarto sucio y me
quita mi celular bruscamente. Dice que si pasan dos días y nadie viene, me
matará.
Pero no estoy asustada, solo algo nerviosa. No he llorado no
porque no quiera, sino porque no me ha surgido el llanto. No he gritado porque
no lo he necesitado; para ser un secuestrador, no me ha maltratado físicamente.
Me acuesto en la polvorienta cama de su escondite, “al menos
tiene cobijas” pienso para mis adentros.
Después de media hora en vela, el sueño me rapta también bajo
las coberturas. Despierto sobresaltada.
Hay alguien en la habitación.
Tal vez es el hombre de antes, para chequearme ya que no
hago ruido. Pero por el silencio noto que no es él.
El hombre de antes tiene una respiración pesada, de fumador
tal vez.
Por primera vez en doce años vuelvo a sentir miedo de
verdad, se me erizan los vellos de la piel y comienza la orquesta de la náusea.
Sudo a través de mis axilas, observando la esquina del
cuarto, a la familiar silueta oscura.
Ninguno de los dos nos movemos por lo que parece una
eternidad, cierro los ojos un momento y le oigo acercarse a la cama. Sus pasos
de polvo como en nuestro primer encuentro hacen un ruido seco en el suelo de
concreto.
Otra vez, la mano se acerca a las sabanas; mi madre no está
aquí para protegerme, y soy lo bastante consciente para saber que no estoy
imaginando todo esto. La mano afilada se acerca a los hilos y se forma para
agarrar algo.
Cierro fuertemente los ojos y siento una caricia en mi
cabello. La mano solo se posa sobre mi cabeza de forma afectuosa.
El sol sale lentamente a través de la pequeña ventanilla
cercana al techo. Los cielos de la noche son engullidos por un naranja
resplandor.
La mano se ha ido, el disparo ha sonado y ya la policía me
ha encontrado sentada con la mirada perdida bajo las sabanas. Me llevan
agarrada, asumiendo correctamente que estoy débil.
Paso por el recibidor del escondite mientras colocan una sábana
encima a mi secuestrador. La sangre que emana del orificio en su sien forma un
charco bajo su cabeza.
Mis padres y la policía me han dicho que el hombre se ha suicidado
por la culpa que sentía. Me han dicho también que todo saldrá bien y me darán
sesiones para un psicólogo público.
Pero yo sé lo que ha sucedido a ciencia cierta, la silueta me
ha salvado de terminar muerta. Me ha salvado para lo que tenga pensado para mí.
Quizá el hombre no pudo con la náusea y el sudor.
Quizá él sí encendió
la luz.