viernes, 31 de octubre de 2014

El miedo mismo

Otra vez ese sentimiento de vacío que hace un nudo en mi garganta y mi estómago. Esas ganas de vomitar pero no querer hacer ruido.

Otra vez esa necesidad de luz para asegurarme que no hay nada en la esquina de la habitación, quieto, observándome. Ese temor de la luz por ver qué es lo que realmente se posa allí.

Debajo de mis sabanas estoy en mi fortaleza de seguridad, nada puede tomarme aquí. Pero a cubierto, oigo pasos en la penumbra azabache.

 Oigo el acercamiento de mi muerte, el acercamiento de perder todo lo que conozco. Me ahogo en mis gritos de ayuda y el mar se hace de mi sudor frio.

La mano se contrasta contra las azules sabanas, se extiende para tomarla y descubrirme para su placer. La nausea aumenta, se me aguan los ojos y quiero gritar, quiero correr.

Tengo seis años y sollozando en el hombro de mi madre mientras solo venía a revisarme cuando se sobresaltó al verme escondida bajo las coberturas. He pasado la noche junto a la armonía de estar dormida junto a mi madre.

Pasan los años, años en donde he visto sombras y siluetas en mi reojo que nunca son nada. He creído sentir toques, pero me mantengo escéptica debido a mi traumatizante experiencia.

Me he asustado otras veces, pero el sueño me ha salvado de seguir imaginando cosas que no existen en mi habitación.

He oído historias de terror que se me olvidan al siguiente día, le he creído a mi madre de que no hay nada allí en las noches.

Tengo dieciocho y soy lo suficientemente independiente para andar sola por la calle; camino confiada, cautelosa. Mirando, escuchando todo a mi alrededor.

Siento el hierro frio que se posa en mi nuca y me detengo en seco. La voz extraña me ordena entrar en el auto y no hacer ruido. Debe de haber estado escondido, o hubiera oído sus pasos.

Me hace llamar para pedir ayuda y llamo a mi familia, en donde exige un rescate de alto precio. Me introduce en un cuarto sucio y me quita mi celular bruscamente. Dice que si pasan dos días y nadie viene, me matará.

Pero no estoy asustada, solo algo nerviosa. No he llorado no porque no quiera, sino porque no me ha surgido el llanto. No he gritado porque no lo he necesitado; para ser un secuestrador, no me ha maltratado físicamente.  

Me acuesto en la polvorienta cama de su escondite, “al menos tiene cobijas” pienso para mis adentros.

Después de media hora en vela, el sueño me rapta también bajo las coberturas. Despierto sobresaltada.

Hay alguien en la habitación.

Tal vez es el hombre de antes, para chequearme ya que no hago ruido. Pero por el silencio noto que no es él.

El hombre de antes tiene una respiración pesada, de fumador tal vez.

Por primera vez en doce años vuelvo a sentir miedo de verdad, se me erizan los vellos de la piel y comienza la orquesta de la náusea.

Sudo a través de mis axilas, observando la esquina del cuarto, a la familiar silueta oscura.

Ninguno de los dos nos movemos por lo que parece una eternidad, cierro los ojos un momento y le oigo acercarse a la cama. Sus pasos de polvo como en nuestro primer encuentro hacen un ruido seco en el suelo de concreto.

Otra vez, la mano se acerca a las sabanas; mi madre no está aquí para protegerme, y soy lo bastante consciente para saber que no estoy imaginando todo esto. La mano afilada se acerca a los hilos y se forma para agarrar algo.

Cierro fuertemente los ojos y siento una caricia en mi cabello. La mano solo se posa sobre mi cabeza de forma afectuosa.

El sol sale lentamente a través de la pequeña ventanilla cercana al techo. Los cielos de la noche son engullidos por un naranja resplandor.

La mano se ha ido, el disparo ha sonado y ya la policía me ha encontrado sentada con la mirada perdida bajo las sabanas. Me llevan agarrada, asumiendo correctamente que estoy débil.

Paso por el recibidor del escondite mientras colocan una sábana encima a mi secuestrador. La sangre que emana del orificio en su sien forma un charco bajo su cabeza.

Mis padres y la policía me han dicho que el hombre se ha suicidado por la culpa que sentía. Me han dicho también que todo saldrá bien y me darán sesiones para un psicólogo público.

Pero yo sé lo que ha sucedido a ciencia cierta, la silueta me ha salvado de terminar muerta. Me ha salvado para lo que tenga pensado para mí.

Quizá el hombre no pudo con la náusea y el sudor.

Quizá él sí encendió la luz.


domingo, 19 de octubre de 2014

Presente

Me muevo hacia adelante, no pienso parar. Por mí, no puedo detenerme.

Dejando atrás eso que quise, lo que desagradé, lo que sané.

El dialogo del próximo acto se presenta ante mi persona, pero me diagnostican ciego a las largas distancias.

Solo cuando lo tengo al frente, sintiendo su aliento en mi cara, su sonrisa burlona al saber lo que yo desconozco. El destino no se controla a sí mismo, ni sus giros del porvenir que termino averiguando.

Pero a veces no deduzco ni eso, mi futuro, el camino ramificado que me toca tomar. El asfalto más negro, un reflector que representa solo el punto en donde estoy parado.

El escenario del tiempo espera mi acto, expectante. ¿Perderé la sanidad? ¿Tomaré un camino de melancolía?

¿O solamente me lanzaré al vacío?

Mi actuación, calmada, cautelosa. Pasos precisos, mirando mi caer.

En una de todas, caigo, más bajo que otras ocasiones. El juicio del tiempo espera que no me levante, que solo permanezca hasta que me engulla la medianoche de otra luna.

Lentamente me levanto del suelo, pensando solo en mí. Yo, quien debe alzarse de nuevo, enfrentar a la cegadora luz otra vez.

Los actores de mi vida, esos que ya están en escena. Mis antagonistas, mis compañeros, mis personajes de reparto.

Esos que ya se sientan en el público, a no ser vistos de nuevo, aquellos que esperan tras bastidores, a reaparecer o a sorprender a una nueva trama.  

Los diálogos de ayer han volado hacia a mi memoria, para nunca ser olvidados.

Los diálogos de mañana son borrosos, se contrastan al acercarse.

Los diálogos de hoy son tan inexactos como siempre, dictados por el destino que en realidad es mi subconsciente.

Siendo yo todo esto, no puedo detenerme de seguir la obra de mi vida.