sábado, 16 de agosto de 2014

Inhospito.

Me siento aquí, un vaso plástico de café que se ha enfriado reposa en mis manos. Un cigarrillo encendido entre mis dedos va apagándose lentamente, dejando un rastro de humo. Luces blancas se ciernen sobre mí, me rodean paredes de baldosas grotescamente blancas, un olor a cloro y lejía llena el pasillo del hospital. Esta vista y olor me dan ganas de llenar mi uniforme de café, nicotina y bilis vía oral.

Una camilla ocupada por un cuerpo femenino pasa delante de mí, cubierta por una sábana blanca, es llevada por enfermeros sin cara ni nombre que me interesen. Solo me interesa el cadáver.

Tal vez te han dicho alguna vez que la carrera de medicina es una de las más remuneradas de lucro y también de las más respetables. Si lo crees, te entiendo, porque yo solía ser así en primaria y secundaria, mirando con emoción a un futuro médico que podría ser.

Si piensas así, déjame decirte que estás totalmente equivocado.

Ser doctor tal vez sea uno de los trabajos que generan más dinero, (puedo confirmarlo) pero de todos, es el trabajo más sucio que hay.

¿Por qué? La idea de este trabajo es ayudar personas con problemas, curar enfermedades. En pocas palabras, salvar vidas. Pero eventualmente, una se te escapará y te ganará la muerte.

Aquí en adelante no hay vuelta atrás. Algunos no pueden soportar su primera muerte y terminan desapareciendo de la faz de la tierra o simplemente se suicidan; la soga es el método favorito.

Pero algunos nos quedamos, demasiado cobardes y tercos como para huir de este infierno. Estamos obligados a mantener una cara amigable y la frente en alto, el peso de los cuerpos y la conciencia jorobándonos cada vez más.

Aún recuerdo mi primera muerte, una madre soltera de unas gemelas; ya eran mayores de edad. La madre 
tenía fluidos en los pulmones y me tocó llevar mi tercera cirugía con ella. Sus hijas venían a visitarla casi todos los días, trayendo tulipanes, que eran sus flores favoritas. Cada vez que venían se acercaban a mí, con preocupación.
-          Doctor, ¿mamá estará bien? – preguntaban.
-          Estoy seguro de que sí – les mentía, la incertidumbre me carcomía por dentro.
Recuerdo como me miro por última vez, sus ojos declaraban confianza en mis manos. Nadie debería confiar en mí, jamás.
Después de ver a sus hijas abrazadas en lágrimas, sus voces quebradas, y sus gemidos estruendosos resonaban por la sala de espera, fue cuando le vi por primera vez.

Me había quedado en mi auto sin poder introducir la llave, me temblaban las manos y el estacionamiento estaba solo iluminado por faroles débiles Una figura encapuchada en una capa negra azabache me miraba sin poderle devolver la mirada, estaba tan oscuro que no pude ver su cara. Supuse que era una enfermera o un familiar y arranqué de ese lugar a toda velocidad. Estaba aterrado y mi piel estaba fría.

Cuando llegué a casa mi esposa estaba en la sala, leyendo un libro con parsimonia, cuando entré por la puerta me miro con una mirada de compasión y luego de sorpresa, al ver mi estado.
Le conté todo excepto lo de la figura, no quería que se preocupara.

Cuando tenía doce mi madre había muerto de un derrame cerebral, no es que fuéramos muy unidos, pero me impactó bastante a través de la secundaria, terminé en el cuidado de mi padre y de su nueva esposa, siempre trató de actuar como mi madre; se lo agradecí.

A los veinticuatro, mi padre estaba saliendo del trabajo cuando tuvo un accidente de trafico con un ebrio que nunca se supo quién era, había muerto por heridas internas y un trauma en el cráneo cuando golpeo el parabrisas, quebrándolo.  Mi madrastra nunca pudo con el luto y terminó por ser ingresada en un instituto mental ya que se cortaba las muñecas y tenía registros de compra de armas de fuego que fueron confiscadas por la policía, además de un rápido decaimiento de salud mental según sus amigos y familiares; se decía que hablaba con papá cuando nadie la veía y repetía cosas sobre el apocalipsis y el día del juicio divino.

A todo esto pasado yo ya estaba casado y tenía ya diez años en la carrera de doctor cirujano, varios cadáveres en mi cuenta.

Cada vez que perdía a un paciente se repetía un ciclo: regresaba a casa, me acostaba y tenía un sueño. En el sueño me encontraba en el hospital, y había una habitación por cada paciente que moría, en cada una se encontraba dicha persona desnuda en la mesa de operaciones, con los ojos bien abiertos, todos repetían lo mismo.

Dios, ¿por qué me has abandonado?”

Al final de pasillo de habitaciones, había una última puerta que llevaba a un campo abierto con una tormenta. En el medio de todo, una figura encapuchada se alzaba con una guadaña negra en una mano enfundada en guantes blancos, se volteaba,  decía mi nombre y luego soltaba un alarido que nunca hubiera podido ser animal.

Luego despertaba y bajaba al sótano, sudando y con el mundo danzando a mí alrededor como si estuviera en una bola de nieve ornamental.  En una de las cajas estaba una de las armas que le fueron confiscadas a mi madrastra, cargada con tres balas, la tomo y me siento en el suelo.
Siempre coloco el cañón en mi sien, tensando el percutor. Pero hasta ahí llego. Soy demasiado cobarde. Luego de esto, me levanto del piso y me limpio las lágrimas tibias, no desearía que mi esposa me viera así.  

Todo estuvo bien por un tiempo, no hubo muertes, (al menos no en mi presencia, creo) y la vida fue tan apática y rutinaria como siempre, de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Una caja de cigarrillos y cinco tazas de café hacen de mi combustible, tal vez dos o tres vasos de whisky con mi esposa los fines de semana que salíamos a cenar y a pasar un buen rato.

Aunque siempre lo intentábamos, nunca podíamos tener hijos, los dos teníamos problemas de fertilización con detalles muy engorrosos para explicar que hasta a mí se me hacían confusos. Mi esposa trabajaba de 
abogada en un bufete y nunca nos tuvimos que preocupar por el dinero, vivíamos de lujos moderados.

Hasta que se hizo su chequeo anual.

Un colega experto en consultas femeninas rutinarias siempre se lo ejecutaba, tenía bastante confianza en él. Cuando le pregunte por los resultados de los exámenes normales, su cara se drenó de color.

-          Lo siento tanto hombre… Pero tu mujer tiene edema pulmonar… – dijo él con voz destruida.

El ciclo se repetía. La madre, las hijas. La figura de la guadaña.

Mi esposa casi se desmaya cuando oye esta noticia, negando por lo bajo. En su bufete la mayoría de los abogados fumaban puros, cuyo humo es más fuerte que el de un cigarrillo, tú podías entrar a ese piso y parecía que había un incendio. Por otra parte, yo fumando en casa también contribuía a esto. Me sentía como si le hubiera clavado el cuchillo, ahogado con culpa.

Hay varias maneras de tratar el edema pulmonar, usar un respirador, por ejemplo; pero algo me dijo que nada de esto serviría, que había solo una alternativa.

-         - Quiero que tú me operes – me exclamó, no había forma de cambiar su opinión, nunca la hubo. Maldije al destino por hacerla que me conociera.

Esa noche antes de la operación no pegué ojo, estaba pensando en todos esos cuerpos que me estaban pesando en la espalda. Cerré los ojos un momento y cuando los abrí, no podía moverme, ni pestañear, creo que ni siquiera estaba respirando. Mi mirada estaba clavada en la puerta abierta de la habitación.

Cubriendo la luz que venía de afuera, la figura encapuchada miraba a mi esposa en su lado del lecho, su cara en la obscuridad de su capa que le cubría el rostro. Luego movía la cabeza en mi dirección y levanto un dedo en guante blanco, moviéndolo en forma de negativa.

La mañana llegó cuando pude cerrar los ojos de nuevo. Me sentía exhausto, mi esposa no estaba.
Fui a la cocina y la encontré vestida con una blusa y unos jeans, haciendo café, estaba segura de que lo necesitaría.

Las horas pasaban y mi angustia aumentaba a cada segundo, ella era mi primera operación del día. Mis manos se quedan congeladas en el lavabo, enjabonadas, no puedo moverlas, una enfermera se acerca y me pregunta si estoy bien, le dije que sí, que solo era tensión normal, le pedí que trajera todo el apoyo desocupado en el hospital, toda la ayuda posible seria lo mejor.

Mi esposa toma mi mano antes de que le pongan la anestesia y me dice:
-         Te confío mi vida.

 Y aquí estoy, el calor del café y el cigarrillo se han esfumado. Veo a mi esposa en la camilla con la sabana, no me atrevo a verla entrar a la morgue. Todo calor en mi vida se ha esfumado, mi piel fría como un tempano.

Desde hace un rato la figura ha estado sentada al frente de mí, mirando a la morgue como si fuera una estatua. Alzo mi cabeza para verla y veo al fin su rostro.

Era un cráneo de un color blanco pálido, dos cuencas vacías en donde van los ojos encima de otra cuenca donde debería ir la nariz.

Reconocí las facciones solo para reconocer mi propio cráneo. Me empecé a reír ácidamente. Con el peso de los cuerpos sin vida de mi esposa y mis otros pacientes, suspiré.

-¿Y ahora qué más me queda?




La figura colocó su cara a mirarme con las cuencas vacías.

-  La muerte.

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