viernes, 2 de septiembre de 2016

El desierto de los salvajes.

El viento sopla, en la inmesa soledad de este vasto desierto.

La arena se pega a la piel, cubriendo cada poro. Los bancos se hacen gigantes, como edificios de una ciudad fantasma.

Caminas sin detenerte, mientras te hundes más y más en este desierto. Tu capa ha perdido su color original para tomar uno del amarillo muy claro, algo naranja. Has aprendido a caminar y es como si olvidaste que alguna vez supiste hacerlo, con los pies hundidos hasta las rodillas.

No hay ni un alma en un radio de miles de kilómetros, y estás bastante seguro que la tuya no cuenta.

Solo tienes un propósito: seguir andando. Sin punto de inicio, sin destino. Solo extraviado en el tiempo, en los movimientos del sol y la luna que son tuss únicos testigos. Atrapado en brillos estelares, enrevesado en las luces que se desvanecen.

La oscuridad hace su aparición y estás obligado a descansar por ahora. Como dicta la tradición del viajero sin sentido.

Sacas las pocas ramas que has ido consiguiendo de tu bolsa, los últimos restos de los cadáveres que una vez quisieron ser árboles. Ves también la última pata de lo que sea que mataste para comer. Ya ni lo recuerdas, pero tiene carne.

El fuego chispea. Crip, crap. Y sentado frente a él, buscas respuestas. Buscas venganza contra el yo que la ha cagado tanto. 

¿Cual es tu último recuerdo? Andar. Solo andar.

Crip, crap. 

¿Qué hay de tu otra vida? Ya solo ves una parte de ese recuerdo, enterrado también en la arena. Y como masoquista empiezas a cavar en las heridas. Empiezas a desgastar tus uñas, abriendo otra vez tu tumba.

Hubo una ciudad, que no era fantasma. Una cultura, una civilización, o los vestigios de las mismas. Sobrevivías. Pasabas de las miradas que hay bajo las capuchas. Sin opinión, sin juicio alguno. 

Nada por lo que vivir o morir. Un no-muerto. Un no-vivo. Muy parecido a ahora, pero no estabas escapando de algo.

Ibas de cabeza hacia algo.

Algo falló. Hubo una anomalía. La hiedra en tu jardín.

Era tan hermosa. Como el primer brillo de un verdadero diamante en un mar de zirconita. Y te encontró a ti, el extraño. Andaba ella también, sin destino ni punto de inicio.

Te correspondía. Te correspondía como el día corresponde a la noche. La luz a la oscuridad. La vida a la muerte.

Sentiste en sus brazos una calidez inigualable, en tu alma. Algo que creías imposible. Y encendía algo en ti, un animal eléctrico que nunca supiste que existió.

El animal llegó con ellos.

Tratando de llevarse a tu diamante. Muchos de ellos. Pedazos de carbón que mancharon y arruinaron tu perfecto sistema.

Ensuciandolo, molestando a la bestia. Partiéndola a ella.

Y él... A él lo odiabas muchísimo más. Más que el sol odia al desierto al incinerarlo con su calor. 

Los hombres somos hienas. En el desierto de una tierra que creemos nuestra. Peleamos por supervivencia, por la oportunidad de que nos tomen en cuenta. Y nos reímos de nuestra propia estupidez.

Justo antes que cada uno trate de clavar sus colmillos en el cuello del otro. Y los tuyos se mancharon. Sentiste la sangre en la lengua, y te la tragaste.

Su manada corrió. Y eras el nuevo macho alfa.

Pero ella se perdió en la zirconita antes de que lo supiera. Pérdida, para no ser encontrada de nuevo.

Crip, crap.

Ahora entiendes. Y ya no importa cuanto tiempo ha pasado, en cuanto tarda la arena en caer de tus añejas manos.

Y el espíritu del desierto se para sobre el banco más alto, con una taza llena de arena.

Mira a la luna y su capa se mueve con el viento. Ya es solo esqueleto mezclado con la arena. 

En las cuencas de sus ojos están las almas de aquellos que vagan el desierto. Y también, muy en lo profundo, el débil destello de lo que parece un diamante.

Crip, crap del fuego. Solo andar. Como hienas.

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