lunes, 22 de septiembre de 2014

En las sombras oscuras.

A través de un lente, se puede ver, la despreocupación que llevo encima, un lente de cinismo. Camino por la calles, en el ojo de la tormenta de mi mente llena de pensamientos y recuerdos, todos se desvanecen tan pronto como aparecen. El concreto hace que resuenen mis pasos. Uno, dos, uno, dos.

Deambulo sin dirección ni sentido, pero con un destino. Las ventanas de los edificios reflejan el cielo oscuro de estrellas, el aire frío muerde las cornisas sin ganas. Siempre me ha gustado más ser escrito en las noches, ser relatado en la oscuridad y el silencio. Me calma, a mí y al lector, que a veces acaba siendo yo mismo.

A lo lejos, en un salón con puertas transparentes, puedo ver a una mujer danzar en la penumbra, al ritmo de la serenidad. Se mueve grácilmente, como si fuera la única en este mundo y lo único que le queda fuera eso. Imagino que le gusta pensar así.

El asfalto se ve como un pozo de aguas azabaches, mi reflejo rehuye de mí. Las manijas de un reloj grande que forma parte de un muro se quedan trabadas en una hora y minutos exactos. Así como todo lo demás.

Perdí el interés por muchas cosas: guerras, políticas, sociedades, entre otras cosas. No es como si ganara algo más que acercarme a la muerte más rápido, haciéndola ver más atractiva cada vez. Por eso camino por estas calles, sin ton ni son, engullidas por la noche. Bajando por la garganta de una ciudad en la que pretendo ser un fantasma sin ganas de dejar este páramo de realidad, si es que hay otro.

Seres con máscaras sin rostro suelen pasar por mi lado, no hablan a mis oídos, no me prestan atención. Mi alma es la que camina, mi cuerpo solo es un peso atado con cadenas a un prisionero. La soledad nunca me ha pesado, siempre ha sido parte de mí, me sentiría incompleto sin ella. En mi tiempo libre, nado en ella. Con auriculares puestos, se vuelve un mar bajo techo de sonido. Quieto y frío.

Faroles encendidos que no producen calor iluminan el camino, su luz me da nauseas. Huelen a aceite mezclado con gasolina. Lejos de los faroles inflamables, en un callejón entre dos edificios, enciendo un cigarrillo. La nicotina entra a mis pulmones como un visitante frecuente, mi aliento gris apesta frente a mí, se hace amiga de mis ropas. El humo calma la tormenta de mis pensamientos y la vuelve nada, el placer de su sabor atenúa mi locura. Mis miedos, mis ansiedades, todo mi mal mental se desvanece con un mal habito que nunca me fue una preocupación.

Paso otro par de calles y por fin llego a mi destino, el edificio se alza ante mí, la mayoría de sus luces apagadas o quemadas. Subo por la recepción y los pisos que huelen a desinfectante con un olor artificial que me da ganas de comer caramelos muy dulces. Al fin llego a mi puerta, la abro con parsimonia. Los dientes de la llave hacen ruido con la cerradura y giro el picaporte. Una bocanada de aire me roza la cara.

No me apetece encender ninguna luz, paso a la habitación en cuestión de segundos y me desvisto en la penumbra. Con ropas ligeras me acuesto en la cama enfrentando a la ventana con persianas cerradas. Me sumerjo en un letargo sin sueños.

Solo soy una silueta negra en una ciudad de cemento y ladrillos, un conjunto de nombres en un papel. Por eso las caminatas son tan placenteras, me encanta ser nadie, un espectro transparente.

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